PEDRO URIS: Tarik Saleh es un cineasta sueco con ascendencia egipcia que, según las referencias, comenzó como grafitero de prestigio y que debutó en el largometraje con un producto de animación, Metropia (2009). Su filmografía no es muy extensa, pero ya se había ganado el reconocimiento internacional con El Cairo confidencial (2017) —que no he visto, algo que tengo que solucionar en breve— y ahora lo reafirma con la película que comentamos —tiene entre ambas algunos trabajos para televisión y un largometraje, The contractor (2022), una producción norteamericana que tampoco conozco—, un film que estuvo presente en la Sección Oficial de Cannes y que ganó el premio al mejor guión en ese certamen.
La película está íntegramente ambientada en Egipto, pero no pudo rodarse allí porque el cineasta tiene prohibida su entrada en el país desde el año 2015, aunque un buen diseño de producción logra sortear con eficacia esta dificultad —los escenarios de Al-Azhar, la mítica e influyente universidad de Estudios Islámicos situada en El Cairo se replicaron en una mezquita de Estambul— y el film respira autenticidad por los cuatro costados —al menos, para lo que no hemos estado nunca en Egipto—. La historia se desarrolla sobre un escenario muy potente, la designación del nuevo Gran Imán tras el repentino fallecimiento de la persona que ocupaba ese puesto —algo así como el cónclave para elegir al Papa de los católicos, en esta ocasión referido a la rama sunní del Islam—, y elige como protagonista a un estudiante recién llegado a la institución que funciona como espejo en el que se reflejan las tensiones religiosas, políticas y sociales que se derivan de este decisivo movimiento en el tablero religioso, social y político de Egipto.
La película satisface con notable todas las expectativas que ha creado —aunque no llega al sobresaliente— y, además de mantenernos atentos con los lances de la historia y los peligros a los que se enfrenta su joven protagonista, nos ofrece un acertado y complejo retablo sobre la realidad elegida. Un descarnado retrato de la miseria fundamentalista que anima estas instituciones tan influyentes y un poliédrico croquis de sus relaciones con un estado de rasgos tan marcadamente autocráticos como el egipcio. En ambos casos tratando de esquivar el maniqueísmo —algo nada fácil cuando se escarba en realidades políticas y religiosas tan miserables como las presentes— y dotando de dolorosa humanidad a toda esa galería de personajes sin conciencia (o casi, en algún caso) al servicio del estado o de la religión, unos extremos que, finalmente, se tocan y se confunden.
Sin embargo, la película no termina de alcanzar el sobresaliente que le vaticinaban todos estos mimbres y no me resulta fácil identificar la causa (hay escenas que no terminan de funcionar por alguna razón precisa —esas entrevistas entre el joven y el policía que lo ha reclutado en que se sientan en mesas distintas para disimular y casi llaman más la atención comunicándose de una a otra—, pero en general no sabría precisar los motivos). Es como si la puesta en escena no hubiera sabido aprovechar al máximo todas las posibilidades dramáticas que le concedían cada una de las escenas en el guion, como si le faltara una pizca de riesgo para subir el listón de la emoción, como si todo estuviera demasiado contenido dentro de una corrección que termina ejerciendo de corsé demasiado prieto… Son impresiones y no razones detalladas, no soy capaz de precisar más, pero lo cierto es que la película me ha dejado la sensación de que habría podido volar un poco más alto.