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ALÉGRAME EL DÍA: ESCAPE ROOM

ARTURO BLAY: Tanta insistencia acabó por doblegar mi firme decisión de no encerrarme en una puñetera habitación y no poder salir hasta resolver determinadas pruebas. Acabé claudicando ante la presión familiar tras garantizarme mi hija que no moriría asfixiado ni nada por el estilo, y que podría salir cuando quisiera. Así que me olvidé de la claustrofobia y me preparé para atracar un banco, nada menos.

Al llegar al local, veo un pasillo con varias puertas, cada una de las cuales alberga un juego diferente. Agudizo el oído a la espera de escuchar voces angustiadas de jugadores encerrados suplicando ser rescatados y regresar a sus vidas. No oigo nada raro. Una amable jovencita nos da una teatral bienvenida, y nos explica la misión: nos dejarán en el despacho del director del banco donde tendremos que resolver una serie de pruebas para abrir la cámara acorazada donde nos aguarda el botín. Una hora.

Entramos en el despacho del director, estilo victoriano, y nos dejan encerrados, sin saber muy bien qué hacer, aunque mi hija ya está probando a mover todos los cuadros de la estancia. Justo me estaba preguntando cómo un tierno cerebro de once años iba a resolver nada, cuando uno de los cuadros cede y descubre un código numérico. Aún no salgo de mi asombro cuando la niña ya ha deducido que el código establece el orden de las piezas del puzzle que también ella ha encontrado trasteando en los cajones de la mesa del despacho. Y, uno tras otro, va resolviendo los enigmas que componen la clave que permitirá abrir la cámara acorazada.

Me siento aturdido, a la par que tonto de remate, mientras asisto a la rápida resolución de enigmas sin saber muy bien en qué puedo ayudar. Todos menos yo encuentran llaves, mapas, señales, pistas y saben deducir para qué sirven, aunque sepan ustedes que mi actuación fue decisiva para descifrar el código morse con la clave para abrir la cámara. Y se abrió.

Casi me da un infarto cuando empiezan a sonar a toda leche las sirenas avisando de la llegada de la policía y un inminente corte de luz. Encerrado y a oscuras, eso es casi la muerte, pero veo el dinero y se me pasa enseguida.  Con los ojos inyectados en sangre, me abalanzo sobre los billetes repartidos en los estantes de la cámara, y lleno nerviosamente la bolsa. Nos queda un minuto. Mi entusiasmo es tal que apenas oigo las voces de mi hija: “¡No, los billetes de 100 no, coge los de 500 que están abajo!”. Hay que vaciar la bolsa y volverla a llenar. Soy una ruina de atracador, pero hemos capturado el botín. Estoy eufórico, qué gran idea, la escape room.  Se lo recomiendo, pero mejor vayan con un niño.

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