Uno de los objetivos del teatro de vanguardia ha sido hacer visible lo invisible. Esta percepción se hizo evidente en el surrealismo desde la influencia del psicoanálisis freudiano. Se trataba de intentar expresar el mundo inconsciente, las obsesiones íntimas. Es el caso, entiendo, de esta obra donde su autor, Víctor Sánchez Rodríguez, intenta expresar una presumible vivencia interior en el marco familiar. ¿Hay referencia a una familia concreta? ¿Genérica? ¿Una ficción para hablar de un prototipo de familia burguesa?
Es complicado sacar conclusiones de un texto que no quiere concretar nada. Por eso, lo único que podemos intuir es que se trata una familia que se relaciona en medio de unas paredes borrascosas, rodeadas de viento, en las que, a partir de la excusa de que el hijo no viene a una cena de celebración, aparecerán los fantasmas de cada miembro. Todos sufren. Son carne de psicoanálisis. Supongo.
Cada uno afronta su dolor de manera diferente. La más evidente es la hija, hermana gemela del ausente, encerrada en casa y rodeada de melodramas y otros barbitúricos. Es en dicha situación donde se le aparecen escenas de filmes como Imitación a la vida, Que el cielo la juzgue y Alma en suplicio, cuyas protagonistas (Lana Turner, Gene Tierney y Joan Crawford), también poseen una historia familiar sombría en sus biografías. El resultado, evidente, es en un laberinto onírico, donde se intenta mostrar el lado oculto de una familia presumiblemente burguesa, como he dicho.
Dentro de ese clima, parece que al autor quiera retorcer el cuello a las relaciones, dando lugar a un discurso tan exaltado como estilizado. Sin embargo, el texto se pierde más en incisivas y borrosas cuchilladas que en exponer los procesos mentales. Estos chocan poco; se perciben pocos conflictos. Ese es el peligro del exceso del subjetivismo, que el subjetivismo del espectador puede o no entrar en el juego presentado. En este caso, no es fácil, dada una estructura dramática que se enreda en un exceso de oscuridades.
Una obra, en fin, que está lejos de otras piezas del autor como Cuzco y, sobre todo, la magnífica Nosotros no nos mataremos con pistolas. Considero, sí, que hay cierto estilo, y momentos potentes que ofrecían posibilidades a la puesta en escena. Pero, hete aquí que la propia dirección del autor no termina de rematar la faena. No dudo del acierto del planteamiento espacial y escénico (Max Glaenzel) de esta producción del Teatre Nacional de Catalunya, pero sí de la dirección de actores y actrices. Se precisa un mayor dibujo de los personajes, no veo claridad en sus acciones, en su exposición de sus secretos. Dicho de manera sintética: en escena hay mayor calidad actoral de la que se muestra. Es el caso, por ejemplo, de Lina Lambert o Amparo Fernández, buenas actrices que en esta ocasión se les ve perdidas en unos indefinidos personajes. Más acierto hay en la joven actriz Júlia Genís, tal vez porque su papel está más trabado.
“Para salir, primero hay que entrar”. Esta frase repetida, conforma tal vez la tesis de la obra. Y eso es lo que me ocurrió: igual no supe entrar, por lo que al final no supe salir. Por ello: ¡mejor que el cielo la juzgue!