ANNA ENGUIX: No quiero ser en exceso obvia, pero mis veintidós años han configurado mi identidad. Formo parte de ese grupo de personas cuyas complicadas etapas de madurez emocional, de vivencias y experiencias formativas, han nutrido las aristas que se han ido forjando con la edad. Tuve mi primera pareja, en el sentido clásico del término, a una edad más que razonable; empecé mi carrera universitaria en el momento adecuado, pisé mi primer festival de música superada la mayoría de edad, y leí a Herman Hesse poco antes de alcanzar los 18 años, es decir, en el momento perfecto. Sin embargo, soy consciente de que entre estos hitos históricos en la vida de cualquiera, es decir, aquellos que parecen cerrar determinados ciclos vitales, existen toda una serie de acontecimientos inesperados, casi atemporales, que logran aislarnos por un breve instante de nuestras proyecciones, metas y esperanzas, y que normalmente suelen definir realmente quiénes somos. Sin caer en clichés -y al igual que cualquier persona que todavía no ha madurado lo suficiente como para pensar que algunas personas albergan al mismísimo diablo- suelo entender a cualquiera que se haya cruzado a lo largo de mi vida como alguien poliédrico (todos tenemos muchos lados o caras, según variables geométricas) que es capaz de enseñarme algo nuevo. En el sentido que explicaba July Delpy en Before Sunset: “Nunca puedes reemplazar a nadie porque todo el mundo está hecho de bellos detalles específicos”. Y os preguntaréis, ¿Anna por qué todo este rollo?. Bien, tal y como relaté en mi primer artículo, quise iniciar desde la escritura sincera una oferta en la que quería volver a ser protagonista de mis propios relatos, en una apuesta sincera para mis lectores; con la confianza de que estos artículos permitieran generar complicidades necesarias.
Tras casi dos meses en Berlín, y tras una serie de incontables, y en ocasiones irreverentes experiencias vitales, había cosas que tocaba relatar: “estaba dentro y fuera, a la vez que encantada y repelida por la inagotable variedad de la vida” (S. Fitzgerald, esto va por ti). Jonathan y yo nos topamos en el momento más y menos adecuado de estas largas vacaciones. “Me vuelvo mañana a Suecia, y después a Estados Unidos,” fue lo que me dijo cinco minutos después de conocernos, lo que no me importó en absoluto (al principio). Le observé sentado, y temía que cuando abriese la boca perdiese todos sus encantos como ya me había ocurrido anteriormente (vaya sorpresa). Era la versión viva de mis protagonistas preferidos, Thomas, de The only living boy in New York se sentiría acobardado y Simon & Garfunkel pasarían a componer la banda sonora de mi actual coyuntura. Me invitó a una cerveza y de nuevo me invadió ese pensamiento un tanto granuja que de vez en cuando me susurra: “¡qué poco feminista eres!” Esto suele generar un debate interno en el que me río interiormente y disfruto de cada trago con cierto cinismo. Me sentí halagada; el feminismo malinterpretado ha llevado -en algunos casos- a que las mujeres nos sintamos una especie de cobayas (o tal vez, bien mirado, lo hemos sido siempre, a nuestro pesar). Ya sabéis, estas que se compran por capricho pero que suelen morirse por inhibición o algún golpe de calor por falta de cariño y atención.
En fin, como casi cualquier gringo, lo más parecido que conocía a la comida española eran los tacos mexicanos, por lo que después de bebernos una cerveza en Z Bar, decidí llevármelo al Bar Raval regentado por Daniel Brühl (un actor al que también invitaría a una buena cerveza) en Berlín donde por cierto trabaja mi amiga Rocío, protagonista de otro de mis relatos. Tras introducirle en el mundo de las bravas, croquetas de jamón y aceitunas, le guiñé el ojo a Rocío que sujetaba varias bandejas a la vez que nos observaba; me gustaba. Era la antítesis a todo lo que había conocido anteriormente, especialmente en Alemania. Compartió conmigo varias de sus películas favoritas y discutimos sobre libros, estereotipos y países; a todo esto, añado que la banda sonora de nuestra velada fueron tres españoles que gritaban furiosos a una pantalla que retransmitía el partido del Barça contra el Rayo Vallecano; por primera vez, agradecí que mi acompañante no tuviese ni la menor idea de español.
Ambos decidimos que nuestra siguiente parada sería un bar que hace esquina con Görlitzer Park. Así que me concentré en convertir las próximas horas en una especie de maratón donde en vez de retroalimentarnos en el hecho de que no volveríamos a vernos nunca más, hiciésemos de Berlín un verdadero parque de atracciones. Mientras que en España está prohibido fumar en los bares, aquí hay alguno que se salva. Por lo que pudimos permitirnos el lujo de lo que muchos escritores han acuñado como “la pausa” ya sabéis, esos pocos segundos que te propicia la calada de cualquier cigarro y que te permiten ajustar el tempo de cualquier conservación. Sin embargo, a pesar de que él no se dio cuenta, fue al sentarnos en unas antiguas butacas de cine reutilizadas cuando Crucify Your Mind de Rodríguez empezó a sonar. Poco después, los cocktails, empezaron extrañamente a durarme más de lo que suelen hacerlo; no me malinterpretéis, pero la pesadez de algunas personas nos obliga a veces a endulzar la conversación con algún que otro mejunje para que sea así más soportable. Por primera vez en mucho tiempo dejé de sentirme la observadora de cualquiera de mis citas ya que obstinadamente él mismo supo reconducir más de una vez la conversación con tal de que ambos nos viésemos reflejados en cada uno de nuestros relatos. Continuamos invocando a nuestros artistas preferidos durante varias horas y siendo sincera, me habría encantado que de un momento a otro me hubiese confesado que votaba a Donald Trump y que admiraba al Tea Party con tal de que me cayese un poco peor, pero por suerte y por desgracia, esto no ocurrió. Tras una noche con varias paradas, decidí voluntariamente acompañarle al metro que debía coger para dirigirse al aeropuerto, apuramos nuestro desayuno y nos despedimos. No prometimos volver a vernos dentro de cinco años como sí que hicieron los protagonistas de Before Sunrise, sin embargo aprendí que de nuevo, como ya me había ocurrido con otros lugares -y citando a la canción Say Yes de Elliott Smith-, me había vuelto a enamorar de Berlín a través de los ojos de un chico que “continuó por aquí” a la mañana siguiente.