ANNA ENGUIX: He empezado a experimentar un tipo de malestar al cual hasta hace poco no encontraba explicación alguna. No, no está relacionado con el calor, ni con los sofocos de las elecciones, ni con ningún disgusto en concreto. Empecé a notar los síntomas a finales de julio, casi un mes después del comienzo de mis ansiadas vacaciones; un cansancio exasperante se apropiaba de cada uno de mis días de reposo: me despertaba con sueño y, cuando me iba a dormir, el sueño seguía ahí. Intrigada y descartando posibilidades, pues no había recibido la picadura de ninguna mosca tsé-tsé, descubrí que mi sintomatología se correspondía con lo que los doctores de la clínica psiquiátrica austriaca Wagner-Jauregg denominaron depresión de la tumbona. Resumidamente, tras largos periodos de estrés y trabajo, generamos unos niveles muy altos de cortisol y adrenalina; cuando estamos de vacaciones, normalmente “relajados”, estos niveles hormonales disminuyen y nuestro sistema inmunológico se deprime. En mi caso, todo esto está también estrechamente ligado al sentimiento de autorrealización —o más bien de validación— que la Universidad de València me propició durante estos últimos cuatro años de carrera. Había empezado a echar de menos la misma Biblioteca de Humanidades Joan Reglà que, tras pasar más de nueve horas allí encerrada, en otras ocasiones aborrecí. A pesar de la cantidad de veces que me habré quejado cuando el despertador marcaba las siete de la mañana, estaba empezando a echar de menos ir a clase, mucho. Lo mismo ocurría con la Facultad de Geografía e Historia: echaba de menos sus aulas, su cafetería, la rutina de pedirme siempre el mismo café cortado y la misma pulga de pan con tortilla de patata o los cigarros en la puerta de la facultad que funcionaban para desestresarme antes de cualquier examen; qué queréis que os diga, soy una mujer de costumbres.
Diréis que estoy enferma, que cómo he podido asumir de manera tan intensa los preceptos de la meritocracia o que quizás debería ir a un psicoanalista —dejando aparte el síndrome de Estocolmo—: todo eso lo dejaré para más tarde, así que, de momento, me ciño a los hechos.
Entendí que esta situación no podía seguir así, por lo que empecé a salir a correr, comer fruta y aumentar mis niveles de cafeína para paliar los efectos de la constante somnolencia. Viendo que esto tampoco funcionaba, busqué nuevos hobbys que me otorgaran un nuevo propósito, un nuevo “tengo que”, como el crochet, la cerámica o el yoga. Un nuevo curso online de algún idioma, francés, italiano o alemán, algún nuevo certificado que me hiciese falta, un algo nuevo, una nueva preocupación que ocupara mis pensamientos que estas últimas semanas divagaban sin ningún tipo de control o disciplina. Acostumbrada desde muy pequeña a estar siempre ocupada, este parón -necesario- me ha hecho replantearme muchas cosas (supongo que es lo que ocurre cuando una tiene demasiado tiempo para pensar). Me pregunto cómo hemos llegado a tal punto en el que algunos no nos sentimos felices cuando descansamos, como si echáramos de menos el sufrimiento del resto del año y gozáramos más sufriendo que aliviados. Me pregunto si tiene que ver con echar de menos algo que nos hace “felices” o, más bien, con la necesidad constante de estar ocupados con cualquier cosa, de producir de la manera que sea, de entender que nuestras vivencias y mera existencia sobrepasan los límites de aquello que sentimos, siempre supeditado a lo que “tenemos que hacer”. No me imagino no estudiando y por eso continuaré con mis estudios de posgrado pasado el verano, pero me asusta ni siquiera contemplar otras opciones, como si la vida tuviese que consistir en un movimiento constante, como si no pudiésemos parar nunca.
Por esto, aquellos que sin buscarlo hemos fusionado nuestra vida laboral con nuestra vida personal, ya sabéis, aquellos que nos tomamos demasiado a pecho lo de “ama tu trabajo y no trabajarás el resto de tu vida”, deberíamos aprender a desaprender; o, al menos, aprender a no ser la alegría familiar de las vacaciones (nótese la ironía). Personalmente, trataré de acabar el verano sin descuartizar a nadie en catorce pedazos; a estas horas no puedo asegurarlo y le veo difícil solución a todo esto. Llamémoslo predisposición genética u obsesión patológica, pero la realidad es que la sociedad se divide y se dividirá entre aquellos que piensan en futuro y en presente. De cada uno depende pasarse de un bando a otro; de momento, dudo que alguien jamás vaya a sacarme de aquí.