ALFONS CERVERA: El verano fue siempre la estación de las despedidas. Antes, hace muchos años, cuando los sitios distaban mucho unos de otros, llegar al pueblo de los veranos era como llegar a Marte. Y cuando te despedías para regresar a la rutina de siempre, había un aire de canciones tristes en el ambiente. Tocaba despedirse hasta el próximo verano, con un pie en el estribo del autobús de línea y el otro en el suelo marrón de la añoranza. Esta sección empezaba hace unas semanas con una despedida, no como las de antes porque ahora los buses de línea van vacíos y su papel lo cumplen (muchas veces por la escasez de esos buses como servicio público) los autos particulares. Era el adiós a Andrea Camilleri, un escritor de novelas que se nos quedarán eternamente en la retina de lectores agradecidos y felices. Y acabará -digo de esta sección ya tan larga y ancha en el tiempo- con otra despedida. Y la verdad, qué quieren qué les diga: no resulta fácil decir adiós a Llorenç Giménez. Nada fácil resulta. Nada. Morirse siempre es una putada. Y es como si morirse en verano esa putada resultara más triste si cabe. Pero así ha sido. El rondaller más grande que ha dado la historia de este país se ha ido en agosto, sin esperar a ese viento del otoño siempre pintado con los colores de la melancolía. No sé si he conocido a una persona más buena que Llorenç, de verdad lo digo, no es retórica, no es esa retórica que se suelta banalmente cuando alguien se muere. Si Machado señalaba a una buena persona en su poema, esa persona era Llorenç Giménez. Y aún otra cualidad que me resultaba tan extraña como entrañable: siempre andaba con la risa en la cara. Siempre. Nunca lo vi cabreado, hasta cuando se metía (y lo hacía, claro que lo hacía) con quienes estaban destrozándonos la esperanza, lo hacía con una sonrisa en la cara. Yo qué sé, qué quieren que les diga. Pues que cuando estoy escribiendo esta última crónica del verano, tengo el alma enganchada jodidamente a la tristeza. Contaba historias como nadie. Sus colegas lo reconocían así, y la gente que lo escuchaba con la boca abierta. Y esos críos y crías que durante tantos años asistieron a sus relatos en las escuelas como si estuvieran escuchando a un auténtico mago de las palabras. El valencia ciano fue su patria lingüística, la identidad que lo anclaba a la historia de un país que siempre anduvo de maltrato en maltrato, hasta hace casi nada. Ojalá que dure, esa salida del maltrato, digo. La escuela fue su otra patria. Seguramente es la palabra más repetida los días del duelo: su oficio de maestro, de maestro de escuela. De eso ejerció muchos años, en la histórica Gavina y luego en la escuela pública. Hasta que lo dejó para dedicarse en exclusiva a dos tareas enormes: seguir contando historias a los críos y crías de las escuelas y seguir queriendo a la gente como nunca ha dejado de quererla.
Y la gente a él. Querer a Llorenç era fácil. Y tan fácil. Bien que se vio esa querencia la tarde de su despedida. Cientos de personas aplaudiendo las palabras de su colega Carles Cano, la música que nos llevaba a ese abril de las revoluciones casi siempre pendientes, esa torre mágica de la Nova Muixeranga de Algemesí que nos dejó un buen rato el aliento en standby y el corazón brincando felizmente a mil por hora. Las historias de Llorenç Giménez eran nuestras historias, las que se enraízan en lo más hondo de lo que fue o no fue contado, las que nos hacían sentirnos orgullosos de esas historias y sobre todo de tenerlo como amigo y maestro en tantas cosas de la vida. Para mí lo fue, un maestro al que nunca se le iba la alegría cuando lo miraba todo con unos ojos de niño grande al que nunca nadie le robaría la inocencia. Ahora toca la hora del recuerdo, de la memoria intacta, de lo que ha sido todo este tiempo con un tipo que con su maleta llena de cuentos fue llenando nuestra vida con unas inmensas, insobornables, ganas de vivir.