Los primeros amores son para el verano.
A propósito de Agua salada de Charles Simmons.
“Mi “pasión” empezó ese día. Recuerdo que sentí algo parecido a lo que debe sentir un hombre que ha encontrado un empleo: dejé de ser simplemente un joven adolescente para convertirme en un enamorado.”
Iván Turguénev, Primer amor.
ANDREA MOLINER:La semana pasada me entristecí al comprobar como Agua salada -esa impecable obra maestra de Charles Simmons- seguía sin stock en las principales distribuidoras españolas. Mi humilde intención era la de contagiar al barrio en el que desde marzo trabajo, entre libros y albaranes, de aquel entusiasmo que me invadió cuando en el otoño de 2017 me sumergí en la espumosa y turbulenta historia. Yo quería eso, que se les erizase la piel, asombrarlos con la impecable construcción de sus personajes, que lo leyeran durante sus momentos de tranquilidad, a ser posible frente al mar, para que (nada más superar el brevísimo primer párrafo) elevaran la vista del texto y lo observaran, escudriñando sus azuladas tonalidades en busca de cualquier elemento anómalo, como el cadáver de un hombre de mediana edad, flotando, boca bajo, con los brazos extendidos, abrazando el inabarcable fondo oceánico. Tranquilos, esto no es una película de Steven Spielberg en la que un escualo siembra el terror en una costa atestada de turistas, ni el resultado de cualquier aterrador y sugestivo ritual típico del folk horror. Más bien la sorpresa que el lector se lleva nada más entregar el billete que los conducirá al cabo Bone Point.
Partiendo de uno de los mejores inicios de la literatura reciente en el que directamente nos pone en alerta y nos infla la curiosidad -“En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó”- Charles Simmons nos narra la historia de Michel, de quince años, protagonista y narrador y su familia, quienes alquilan una casa adjunta a otra familia (formada por madre e hija) durante las vacaciones de verano. Es precisamente a partir del primer encuentro entre el joven y Zina –de la que se enamora “del revés” tal y como se narra en otro de sus memorables pasajes- se desarrolla una trama en la que las decepciones, los celos y los deseos ilustran los claroscuros de las relaciones sentimentales. Ambientarla en la estación más calurosa del año no es casual ni nueva. Muchos años antes de que Simmons desenvainase la pluma, otras autoras y autores consiguieron a base de talento y genialidad que el verano se asociase con la incontrolable irrupción de las pasiones humanas, así como con el acceso a un mayor grado de madurez en el natural recorrido vital del personaje principal. Consiguiendo, de este modo, un mayor grado de empatía por parte del lector. La libertad que nace de las horas interminables, de cambiar la monotonía por lugares nuevos, da lugar a episodios en los que Simmons es capaz de concentrar un torrente de emociones y permitir que éstos se disparen como fuegos artificiales en una calurosa fiesta. Pero no es eso lo que el autor quiere trasladarnos, no estamos ante el hedonismo fitzgeraldiano, más bien frente a una exposición calidoscópica que orbita alrededor de los sentimientos. De la sencillez narrativa, pasamos a una complejidad a la que se añadirán capas genuinas de naturalidad, hasta el punto de sorprender con comportamientos espontáneos que, esperados o no, el lector espera como el primer chapuzón de la mañana.
En esta novela Simmons supo crear el clima de intimidad perfecto para invitar al lector a dejarse llevar por las olas del mar, por los plácidos atardeceres y los días de luz cegadora. Jornadas infinitas en las que se nos habla de distintas formas de amor: la de padre-hijo (veneración, admiración pero también de preocupación ante el sufrimiento) y la del enamoramiento antonomasia (el cual arrolla a Michel en ese placentero pero también descorazonador descubrimiento propio de la edad). Junto a él nos sentimos vulnerables, como si volviéramos a esa primera vez, con las emociones de nuevo a flor de piel, deseando que el tiempo se detenga para estar eternamente junto a la persona deseada. Estamos tan borrachos de devoción que no vemos venir el cataclismo, ese giro que Simmons ha preparado concienzudamente para pinchar la burbuja de gozo y dopamina en la que nos había sumido. Reviviendo otra primera vez, la más triste, cuando el desamor arrasa con la efervescencia, convirtiendo una apacible tarde junto al mar en una huracanada tormenta tropical. De este modo todos acabamos subscribiendo las palabras de Michel: “las lágrimas saben igual que el agua salada”.
Estilísticamente Agua salada se presenta como una versión moderna de Primer amor de Iván Turguénev, pero también remite a maniobras propias de autores como Salinger o Nabókov. Sobre todo a este último en lo que al retrato del placer se refiere. Esta aura de clásico o a novela de otro tiempo lejos de disuadir contribuye a engrandecer el texto de un autor del que poco sabemos más allá de su labor como editor en el New York Times Review Books y un par de novelas escritas con anterioridad. El misterio acentúa la leyenda y el culto hacia un libro que, valga esta humilde reseña, busco rescatar, venerar y recordar. Como esas tardes de aburrimiento estival que cada año resucito en mi memoria para después evaporarse en cuestión de segundos. Porque así es la memoria, caprichosa. Sobre todo cuando, desprovista del velo de la inocencia, todo lo que considerabas perfecto en realidad estaba bañado por una oscuridad que escapaba a tus ojos de niña feliz. Aún así recordemos, aunque en ocasiones duela y leamos a Charles Simmons.