ANDREA MOLINER: “La verdad es que la vida en mi familia poco tenía de placentera, pero como no nos es dado a escoger, sino que ya -y aun antes de nacer- estamos destinados unos a un lado y otros a otro, procuraba conformarme con lo que me había tocado, que era la única forma de no desesperar.”
La familia de Pascual Duarte, Camilo José Cela.
Por fin, y tras una semana esquivando con éxito la cascada de spoilers en la que se han convertido las redes sociales, el pasado fin de semana conseguí ver el último capítulo de Succesion. Terminando de este modo mi breve pero intenso idilio seriéfilo al que con cada nueva temporada regresaba en busca de mi exquisita dosis de codicia, arribismo y crueldad extrema. No era la ridiculización (a la par que crítica) de los ricos y sus correspondientes y obscenamente lujosos trenes de vida lo que me dejaba con los ojos pegados a la pantalla. Tampoco los afilados diálogos que, como si de un infinito combate de boxeo se tratara, se sienten como puñetazos de ingenio e hilaridad en boca de sus personajes. Ni siquiera esa pareja tragicómica formada por Tom y Greg -sus aparentemente absurdas conversaciones me daban la vida- en un mundo en el todos mienten, en el que no duele gastarse millones de dólares en una campaña electoral y en el que la traición se sirve en bandeja de plata. Lo que a una servidora le fascina de la ficción salida de la mente de Jesse Amstrong es la oscura representación de la familia, de como la complicada infancia de los protagonistas a la sombra de ese enorme y despiadado Saturno llamado Logan Roy se ha traducido, llegados a la adultez, en una extenuante carrera de fondo para conseguir la aprobación de un padre que no ha hecho más que hacerles de menos de la forma más abrasiva posible. De ahí que las regresiones a la infancia cada vez que el patriarca ejerce su excesiva tiranía sobre sus hijos se me antojen cuanto menos interesantes desde el punto de vista narrativo.
Esto, por supuesto, no es nada nuevo. Ya en la historia de la literatura encontramos ejemplos de encarnizadas luchas entre padres e hijos, maltratos que van más allá de la clase social, celos que desembocan en tragedia, secretos que sepultan la confianza, odios soterrados que acaban por explotar en la cara de quien menos lo merece, silencios que en lugar de sanar ahondan en la herida o apariencias que maquillan una realidad mucho más espantosa. Empezando por Hamlet vengando el asesinato de su padre a manos de su padrastro y tío Claudio en la famosa obra de William Shakespeare y terminando en la última novela de la escritora española Sara Mesa en la que una familia sostenida por el autoritarismo, la obediencia y la vergüenza hacia aquellos episodios sobre los que no se debe hablar comienza a sufrir grietas en dichos y fundamentales pilares. Ambos textos son disecciones, más o menos explícitas, de la podredumbre que en ocasiones habita en el seno de aquello que nos han enseñado a amar, proteger y defender a toda costa. Sin importar las heridas físicas y emocionales que en ocasiones entrañe dicha defensa numantina.
Significativos son también, regresando a la literatura patria, la fatalidad que asola a Pascual Duarte, protagonista de los libros más celebrados de Camilo José Cela. En ella, su autor plantea una tan lúcida como devastadora reflexión entorno a la dificultad para escapar de los lazos que te atan a tus progenitores, sobre todo cuando éstos han acabado por estrangular y condicionar tu vida por completo. Tras una infancia de violencia, Pascual Duarte no entiende la vida sin el ejercicio de ésta y por tanto, no duda hacer uso de ella para solventar cada uno de los problemas que se le presentan a lo largo de la novela. Algo parecido sucede en la primera y magistral entrega de la trilogía Klaus y Lucas de Agota Kristof en la que el personaje de la abuela – sin duda, el que más pesadillas y reflexiones me ha provocado en los últimos años- se antoja un ser espeluznante en medio de un contexto bélico ya de por sí terrible que acaba desembocando en una macabra lección asimilada por sus nietos a base de desatención, chantaje y palizas. Una brutalidad que se repite así mismo en la familia Compson, los protagonistas de Absalón, absalón! y El ruido y la furia de William Faulkner, esta vez, asolados por el conflicto racial, los secretos del pasado y algunas paternidades confusas. La disfuncionalidad también atraviesa a las sagas más pudientes como la de Los Buddenbrook de Thomas Mann. Un reino de las apariencias en el que la irrupción de nuevos valores y la negativa de las generaciones más jóvenes a seguir reproduciendo los viejos hábitos hará que la unidad familiar se desgaje y arrastre a todos sus miembros a una insostenible situación. Aunque de cara a la galería todo sean sonrisas, ostentación y frivolidad. No son los Roy pero el eco de la desestructuración se escucha tras la puerta del dormitorio principal.
Cerramos pues este recorrido por el museo de la disfuncionalidad con uno de mis preferidos: La casa de Bernarda Alba. Obra de teatro que se adelanta años a la ficción protagonizada por Brian Cox y en la que podemos encontrar a otro leviatán – la icónica, tiránica y temida matriarca- de riguroso luto por la muerte de su marido que arrastra, invadida por el egoísmo y las creencias ultraconservadoras de la época, a sus cinco hijas a una forzada reclusión. Y es que nuestro querido Federico García Lorca fue un visionario, también para retratar el lado necrótico de los vínculos de sangre.