Al mirar la vida desde estas edades, me pregunto cómo he acabado dedicándome a la sociología. No he encontrado una respuesta que sea a un tiempo racional y convincente, así que prefiero acudir a las asociaciones mentales automáticas y las dejo fluir.
Primer asalto: Recuerdo, vagamente, que en una ocasión los Reyes Magos, en los que la familia no creía por pura racionalidad económica, me trajeron un caballito de cartón que acabó destripado inmediatamente con la esperanza de que dentro hubiera “algo más”. Sí. Algo más. De acuerdo. Los Reyes Magos no existían, y podía burlarme de quienes creían en ellos. Pero un caballo tenía que ser algo más.
También me causaba mucha extrañeza la existencia invisible de los topos. Había visto moverse la hierba y el alfalfa, como si huyera una culebra, un bicho, algún escurzón. Mi madre, al verme asustado, intentó tranquilizarme: “eso es un topo, un simple topo”. ¿Un simple topo?
En cuanto ya tuve edad para manejar instrumentos cortantes, navajas, corbellos y corbellas (aún no dallas y guadañas), me encargué de ir a buscar comida para los conejos y a recoger alfaz para “los animales”. Fue entonces, arrodillado en el suelo para segar, cuando se me revelaron con toda su fuerza las toperas y la evidencia indirecta de sus escurridizos habitantes.
Al meter la corbella para cortar el alfaz, con mucha frecuencia seccionaba los montoncitos de tierra que habían extraído los topos al excavar las galerías subterráneas donde vivían y que eran la prueba evidente de la existencia de una madriguera. Nunca conseguía verlos y así se alimentó una tozuda curiosidad. Las gentes mayores tenían mala opinión de ellos: destrozaban los huertos dejándolos llenos de pequeñas minas. Pero ¿tan malos eran?
Se me ocurrió que una forma de hacerlos salir y poder verlos, cara a cara, sería regando el bancal e inundándolo. No tendrían más remedio que aparecer. Llené la era con unos tres dedos de agua y ¡que si quieres arroz Catalina!. No salió ni uno solo. Los vi sí en alguna otra ocasión, pero siempre fugazmente y luego me los encontré en los libros, pero no daban de sí lo que da la Wikipedia.
En las noches de invierno, al calor de la lumbre, arracimados en torno a la chimenea, los mayores hablaban de otros topos: de hombres que se habían escondido al acabar la guerra para escapar de “los civiles” (así se referían en mi pueblo para nombrar tanto a la Guardia Civil como a las sardinas del hambre). Años después, estudiando en Teruel, a principios de los setenta, leía Andalán, revista fundada por mi querido profesor de historia Eloy Fernández Clemente y allí descubrí la poesía indomable, mucho más que moderna, inclasificable, de Miguel Labordeta y su “voluntad de topo”. Y luego, ya en Valencia, con delicia insuperable la Cartelera Turia y, ese tesoro que devoraba con fruición de El Viejo Topo. Ambas revistas las descubrí en el mismo quiosco y al mismo tiempo.
Me han venido a la mente estas asociaciones al preguntarme por qué me convertí en sociólogo y al ser invitado para escribir en la revista que además de enseñarme a ver cine me iluminó en otros tiempos inciertos.
La voluntad de topo y destripar caballitos de cartón buscando “algo más” tienen mucho que ver con cómo entiendo la sociología. Topo-logías, los saberes del topo. De eso me gustaría hablar en esta sección.