CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA: Acotando la realidad a un argumento de barra (o de parkineo, que de eso también hemos gastado), podría decirse que el perfil de los músicos que actúan en Visor Fest es susceptible de dividirse entre quienes aún suenan a sí mismos y quienes suenan a banda de tributo a sí mismos. Hablamos de bandas que llevan, en el menor de los casos, unas tres décadas en el tajo. Mucho tiempo. Y lo habitual es toparse con ambas prestaciones, muchas veces separadas por una delgada línea. Pero como la realidad siempre se empeña en desmontar esos esquemas preconcebidos que albergamos en la cabeza, habría que añadir dos categorías más: la de aquellos que no solo siguen sonando a sí mismos sino que además aún crecen respecto a lo que fueron hace un par de décadas (Suede son mucho más de lo que nos mostraban en aquellos 2002 y 2003 de pleno declive) y la de quienes se empeñan no en convertirse en una banda de homenaje a sí mismos sino en algo mucho peor, un karaoke pasado de revoluciones y copas, capaz de destrozar su propio temario sin ninguna contemplación: eso es lo que hicieron Echo and the Bunnymen solo tres días después de haber ofrecido un concierto más que consistente en Londres con la Filarmónica de Liverpool y una noche antes de hacerlo – bastante dignamente, según cuentan – en València. Lo de Ian McCulloch, el lamentable estado de su voz y su desidia, esa actitud prepotente de venir a actuar aquí como quien viene al tercer mundo (¿alguien entendió alguno de sus balbuceos entre canción y canción?), fue el único gran borrón del fin de semana. Hubiera sido preferible una actuación en modo piloto automático, como la que dieron hace cuatro años en Viveros. Pues ni eso. Que actuaran justo antes que Suede acrecentó el contraste: decadencia absoluta en los de Liverpool y el acostumbrado derroche de energía, magnetismo y clase de Brett Anderson (y los suyos), incombustible y exultante a sus 55 años, y defendiendo canciones recientes (como “She Still Leads Me On” o “15 Again”) que apenas destiñen entre los clásicos (“Trash”, “Filmstar”, “Metal Mickey”, “Beautiful Ones”, “New Generation”). Su último disco es lo más enérgico y directo que han publicado en años, lo que sumado a su fondo de armario da como resultado la tormenta perfecta: otro despliegue apabullante.
Todo eso ocurrió en la tarde y noche del sábado, jornada en la que también disfrutamos de un espléndido concierto de los albaceteños Mercromina (con un par de cameos: Matthew Caws de Nada Surf y Modesto Colorado) reviviendo sus espléndidas canciones, entre esos hipnóticos magmas instrumentales (fase intermedia: “El libro de oro de la congelación”, “Entrevista a un abducido”) y esos estribillos irresistiblemente agridulces (fase primeriza: “Encadenados”, “Cacharros de cocina”), sonando todas como si no hubieran dejado de ensayar ni un solo día desde 1995. Así de sólidos. Tan fiables como Nada Surf, banda siempre en un discreto segundo plano, sin grandes picos creativos pero también sin deslices, a quienes tampoco cabe pedir mucho más porque nunca lo prometieron. Por algo se han labrado a base de constancia, tesón y muchas giras (y aciertos puntuales, claro) una buena base de fans en España. Personalmente, su concierto se me hizo algo más largo que el resto. Dejando lo de Ian McCulloch al margen, claro.
Puede decirse que lo mejor de esta edición del Visor, también la más consistente de las tres que ha podido celebrar (una se canceló por un temporal y dos por la pandemia), segunda que tenía lugar en Murcia tras comenzar en Benidorm en 2018, también la más concurrida (5.000 asistentes diarios), fueron los cabezas de cartel: OMD brillaron el viernes con un pletórico Andy McCluskey (64 años) al frente y canciones como “Enola Gay”, “Souvenir”, “Joan of Arc” o “Electricity”. Nada de naftalina: historia viva, en perfecto estado de conservación. Y luciendo todavía un músculo como pioneros del synth pop que rara vez se les ha reconocido. Respeto máximo. Como el que también se ganaron Inspiral Carpets con un show enérgico, arrollador por momentos, transportándonos sin el menor asomo de patetismo al Manchester de finales de los ochenta y primeros noventa: baile, psicodelia, el febril sonido del órgano Farfisa de Clint Boon en primer plano (su hijo empuñaba el bajo), las proyecciones del logo de The Haçienda y otros iconos locales, el logotipo de la vaca de Cow Records y el empuje de Stephen Holt haciéndonos olvidar que la mejor época del grupo tuvo a Tom Hingley como frontman. Lo aprobamos como animal de compañía y lo dimos todo por bueno, porque no se dejaron ni una de sus mejores canciones (qué gran disco Life, de 1990) y las rescataron con solidez y entereza. ¿Sonando mejor que nunca? No los vimos en su momento, tanto la imposibilidad de comparación como el hecho de quitarnos esa espina procuró el conjuro. Si además tienes delante a tres tipos del público con gorros moteados de smileys, resulta casi imposible no sentirte como si tuvieras otra vez 16 años. ¿Pura sugestión? Puede ser. Más irregular fue el pase de The House of Love y un ajado Guy Chadwick (el hombre que pudo reinar), algo sobreexcitado: de menos a más, entre una “Cruel” que hacía presagiar lo peor y una “Love in a Car” apoteósica, con paradas en maravillas como “I Don’t Know How I Love You”, “Christine” o “Beatles and the Stones”, sonando con el aplomo mínimamente exigible, sin notarse demasiado la ausencia del guitarrista Terry Bickers. Y The Primitives, primer grupo en tocar durante el fin de semana, cumplieron, con Tracy Tracy en buena forma y probando que habría que hacerlo rematadamente mal para arruinar canciones como “Crash”, “Stop Killing Me” o “Spin-O-Rama”, de posología generosa y efecto instantáneo. No patinaron. Ahora, a esperar que el festival, singular por propuesta y comodidad, mantenga el nivel en 2024.