Está más de moda que nunca revisitar ciertos pasajes de nuestra historia en formato audiovisual, y esa ola parece estar muy lejos de romperse; quizá buscando explotar territorios poco explorados. Por desgracia, la mayoría de productos que lo intentan lo terminan haciendo con temáticas y lugares de sobra conocidos, que no le aportan prácticamente nada nuevo al espectador. Érase una vez en Euskadi vendría a ser uno de ellos.

La película, nos presenta a cuatro niños de la Euskadi de los 80 que tienen por delante todo un verano que disfrutar, aunque la situación de aquel difícil momento y lugar y los varios problemas de sus peculiares familias no se lo vayan a poner nada fácil.

Al igual que le sucedió a Cuéntame cómo pasó hará ya doscientas temporadas, este filme peca de echar a la naturalidad y realismo por la ventana y lanzarse de pleno a narrar la supuesta historia de familias normales y corrientes de la forma más estrafalaria posible. Una obra similar pedía un toque de intimidad y sangre fría, y no tópicos a gogó para elaborar una sucesión de escándalos y tragedias que, aunadas en la misma historia, no habría quien se las creyera. Comienza siguiéndose con cierto interés, pero cuesta mantenerlo al presenciar semejante concatenación de dramas sin control. Posee un humor liviano que, en ocasiones, se agradece, pero que acaba chocando de forma frontal con el exageradísimo mensaje que pretende transmitir Manu Gómez hacia el tramo final de metraje. Érase una vez en Euskadi tiene un serio problema con el tono y las formas, y es que nunca tiene claro si el discurso pretende adquirir tintes de gravedad o de parodia. Lo que queda clarísimo es que una mezcla de ambas, al menos en este caso, es totalmente imposible. Y a la vista está…