LOLA LÓPEZ: La conocí hace unos años en el trabajo. Nunca la vi encabezar revuelta alguna, ni proferir descalificaciones o juicios precipitados. Siempre fue la mesura y prudencia reunidas en una joven mujer morena, que paseaba su mejor sonrisa en los días más nublados.
María era ya madre de una familia numerosa, sin que la maternidad hubiera apagado un fotón de luz en su mirada. Admiraba la serenidad con la que afrontaba los mil pequeños y grandes problemas diarios. No éramos amigas, ni teníamos una relación especialmente cercana en nuestras responsabilidades, pero en varias ocasiones pude percibir un atisbo de complicidad en su gesto. Sobre todo cuando las cosas se ponían del revés y el ambiente amenazaba tormenta.
Con los años y los cambios de trabajo dejamos de vernos sin ninguna razón añadida, hasta que una celebración con compañeros antiguos nos reunió. María, amable como siempre, se interesó por mi nuevo trabajo, y estuvimos conversando un rato. Le conté mis actuales batallas y me hizo sentir su entusiasmo con sinceridad.
Una tarde recibí su llamada para participar en uno de los proyectos que estaba poniendo en marcha. La sorpresa abrió paso a la alegría por contar con una persona tan implicada. Le di la bienvenida y un abrazo de gratitud telefónico.
Durante el transcurso del proyecto, recibí la noticia de que tenía que someterme a una intervención quirúrgica, prevista para más adelante. Las tejas de mi mundo comenzaron a caer, ante la sorpresa amenazante y desagradable de una cirugía necesaria. Se sumaba la intranquilidad por llevar a buen término el proyecto que estaba punto de concluir.
Soy mala enferma, y además, no me gusta reconocer que lo soy. No quería avisar a nadie, y sin embargo, el doctor insistía en que debía acudir con alguna persona al hospital. Es más, tendría que seguir acompañada por alguien durante las primeras veinticuatro horas.
No sé bien porque, pero se lo conté a María para que me ayudara a buscar esa persona de compañía.
Simplemente me dijo: “¿te sirvo yo?”
Me emocionó. No pude, ni quise, disimular las lágrimas, y le agradecí en un abrazo mudo su ofrecimiento.
Decretaron el estado de alarma.
En pleno confinamiento, dejó a su familia para estar a mi lado. Para pasar miedo conmigo. Para obligarme a comer el primer flan.
Y lo hizo como si nada. Sujetando los caballos de la angustia al entrar en un hospital en plena pandemia. Arriesgó su vida y cuidó de la mía.
María encabezó una revuelta de valor. Dibujó cómo debe ser la red que nos une y sustenta.
Permanecerá en mi recuerdo para siempre, como el ejemplo de lo que significa realmente ser valiente.