PEDRO URIS:El veterano, y por muchos venerado, David Cronenberg regresa al universo en el que más cómodo parece sentirse, ese fantástico apegado a los desgarros de la carne y bendecido por cierta poética maldita que a algunos fascina y a otros nos resulta un tanto indiferente. Y lo hace con esta producción que se presentó en el Festival de Cannes y que ha sido acogida por parte de la crítica con ese calificativo de «perturbadora» que ha acompañado en diversas ocasiones la filmografía del cineasta. Pero con la perturbación sucede lo mismo que con el entretenimiento, que a cada uno le perturba y le entretiene una cosa. Me puede perturbar el protagonista de La obsesión (Roger Corman, 1962), con su terror a ser enterrado vivo, o la pareja de amantes de Perdición (Billy Wilder, 1944), asesinando al marido de la mujer… o la propia escena inicial de la película que nos ocupa —modélica en el arte de enganchar al espectador—, pero no tengo ni rastro de esa emoción con las carnes maltratadas y las vísceras expuestas que aparecen de manera recurrente en este film.
Ese prometedor arranque se disuelve en las siguientes escenas en un relato arbitrario y errático, que solo se recupera, parcialmente, en las últimas escenas que, al menos, cierran el planteamiento de thriller, aunque para contarnos eso no eran necesarias tantas alforjas. Ese largo intermedio, en realidad toda la película, está ambientado en ese socorrido universo futurista en el que la última tecnología convive con desgastados y sucios escenarios del siglo pasado, y en el que los artilugios —los artefactos para dormir, comer o extirpar órganos— están sacados de la computadora orgánica del creador de Alien, H. R. Giger. Una humanidad que está generando nuevos órganos que pretenden evolucionar la especie para que pueda alimentarse de los desechos —el plástico— de una sociedad industrial que ha arruinado el planeta Tierra.
Otra idea interesante, lo mismo que la impactante secuencia inicial, que la película no termina de concretar, ya que siempre se muestra más atenta a sorprender al espectador con sus pretendidas reflexiones sobre el arte, la vida, el sexo, las relaciones personales… o a sacudirlo emocionalmente con sus carnes abiertas, que a aplicarse con rigor y honestidad a las cuestiones de fondo que sustentan —o que podrían haber sustentado— el argumento. Todo termina sepultado en un aluvión de ocurrencias —para muestra, la pareja de operarias y sus disparatados crímenes— que, para bien o para mal (depende del observador), son marca del cineasta.
Pero esto también tiene su valor y David Cronenberg siempre es un autor a tener en cuenta porque dispone de un lenguaje propio. Así que, aunque no me haya interesado la película, no puedo menos que recomendar su visión. El cine no está tan sobrado de autores.