Colecciono discos. Sin obsesiones, ojo. Sin comprar la misma obra en diferentes formatos. Sin liarme en pujas por internet que no conducen más que un insufrible fetichismo cebolleta. Sin entrar en esa locura. Pero acumulo discos. Un buen puñado de vinilos, y cientos de cedés. Miles, seguramente. También algunas cintas de cassette que me alegraron la adolescencia y primera juventud en los años ochenta y noventa, y de las que me da pena desprenderme. Entre lo que uno lleva comprándose hace más de treinta años y lo que le llega a casa en forma de adelantos promocionales, hay más discos en mi casa de los que ella misma es capaz de cobijar. Y empiezo a preguntarme, cada vez más, si todo esto tiene algún sentido.
Hace poco me dio por hacer una buena limpieza. Deseché cerca de cien discos que nunca escucho, y a los que seguramente nunca vuelva. Ejemplares promocionales, la mayoría de ellos, a los que alguien dedicó parte de su tiempo: embalarlos, ponerles mi nombre y dirección en el sobre, acercarse a una oficina de correos y enviarlos. Los acumulo en un piso vacío de la familia, en el que vamos amontonando objetos inservibles como si fuéramos víctimas del síndrome de Diógenes. El día que el piso se venda o se reforme (o se reforme para ser vendido, vaya), el noventa por ciento de lo que hay en él acabará yendo directamente a la basura, salvo que me toque la lotería y pueda marcharme con mi familia a un piso de 150 metros o a un chalet fuera de la ciudad. Hay que asumirlo: el contenedor es el fin que les espera a muchos de esos discos que, por un mínimo de vergüenza torera, nunca se me ocurriría vender por internet (pocas cosas más cutres que hacer negocio, por pequeño que sea, con discos que a uno le regalan en virtud de su trabajo), y que sé que positivamente (o negativamente, vaya) tampoco nadie va a querer. Ni regalados.
Sin embargo, y pese a todo lo expuesto, sigo necesitando el contacto físico con la música. Tener el disco en casa, colocarlo en su lugar en la estantería, junto al resto de trabajos de esos músicos que considero casi (muchos, sin el “casi”) imprescindibles. Consultar sus créditos, apreciar su artwork, colocarlo con parsimonia en el lector de cedés o en el tocadiscos y darle al play. Aunque vaya contra el signo de los tiempos y contra toda lógica. Podría escuchar lo mismo con solo activar el Spotify, en el caso de que tuviera cuota premium (ni la tengo ni creo que la vaya a pagar nunca), pero no sería lo mismo. Cuando escucho música desde la nube, tengo la sensación de estar consumiendo humo, no música tangible. Otra cosa es una playlist para escuchar en una comida con los amigos. Pero en casa, cuando no está solo, no. Suena antiguo, pero es así. Me sorprendo a mí mismo soñando con tener algún día alguno de esos salones y despachos que aparecen en el perfil de Instagram vynilcollection, y seguir así acumulando discos y más discos, aunque si me parase a contar los minutos de música que pueden sumar todos juntos acabaría dándome cuenta de que ni en otra vida entera podría volver a escucharlos todos. Mi retiro dorado es una amplia estancia con sus cuatro paredes forradas de discos de arriba a abajo, desde el zócalo hasta la moldura del techo, y con un equipo de alta fidelidad de última generación. Una puta locura. Un maravilloso sindiós.
El único momento de lucidez es cuando toca hacer limpieza, y entonces llega la paranoia: la gran mayoría de los músicos que adornan mis paredes estarán muertos dentro de treinta o cuarenta años. Quizá antes. O quizá sea yo el que ya no esté aquí, y sea a mi hija a quien le toque, injustamente, el marrón de tener que lidiar con una herencia que, aunque solo sea por su formato, va a considerar inservible, y posiblemente también invendible. Un engorro que seguramente no se merezca. Pero esa clarividencia me dura cinco minutos. Me olvido de ella rápidamente. Y vuelve el bendito enajenamiento en el que muchos aún vivimos instalados, como violinistas del Titanic que siguen tocando con la mejor de sus sonrisas en la boca, mientras el buque se hunde.