Hay películas en las que la arquitectura de su construcción constituye su principal seña de identidad y, si aciertan en este diseño, acostumbran a ser buenas películas, con más o menos interés en función del resto de elementos de argumento, trama o personajes. Incendies (Denis Villeneuve, 2010), por ejemplo, era una excelente película con una exquisita arquitectura.
Seules les bêtes también es una buena película —no voy a establecer comparaciones entre ambas porque es algo que creo que no vale para nada— y tiene en su arquitectura su argumento más contundente, pues a partir de una anécdota, bastante alambicada hay que reconocer, construye un relato mediante los diversos puntos de vista de sus protagonistas con una precisión de cirujano y lleva de la mano al espectador por un desconcertante puzle que este va armando lentamente, encajando las piezas conforme va descubriendo los movimientos de los distintos personajes que participan en el drama y en la intriga. Desde este punto de vista la película es perfecta.
La película mantiene, sobradamente, su dignidad en sus recursos de argumento, trama y personajes. Una historia situada en una inhóspita meseta francesa situada a escasa distancia de lugares tan sureños como Sète o Montpellier, con unos personajes plenos de aristas que parecen empeñados en enamorarse, o apasionarse, de la persona equivocada y una trama de fondo bastante novedosa e interesante: las estafas a través de la red mediante la utilización de perfiles falsos atribuidos a seductoras y desvalidas jovencitas. Un universo que la película describe y revela con complejidad y lujo de detalles. El supuesto talón de Aquiles que algunos han visto en esta película se refiere a las múltiples coincidencias con las que ata su argumento. Hay una frontera que resulta difícil de definir y que hay que reconocer de manera casi intuitiva (ese instinto que le hace decir a un autor esto funciona o esto no funciona), la que separa la casualidad (inaceptable) del azar (trágico). Nadie atribuiría los sucesos finales del «Macbeth» de Shakespeare a la casualidad, sino al más trágico de los azares del destino (el narrador es el equivalente de las brujas de aquella). Pero, de todos modos, la mirada sobre esta frontera es algo bastante personal y cada uno «siente» esa dualidad azar versus casualidad de una manera distinta. En esta película leo, siento, sin ningún margen para la duda, un azar de aliento especialmente trágico, algo que, incluso, el propio cineasta se encarga de reforzar con esa coincidencia final que no le hacía ninguna falta para terminar de armar la trama y que está colocada como cierre del relato como si quisiera recordarnos que esa es la clave en la que hemos de leer esta sugestiva película.