Cartelera Turia

(3) BABYLON, de Damien Chazelle. Espejo cóncavo.

PEDRO URIS: Algunas veces, en la ficción en general y en el cine en particular, los autores recurren a la distorsión consciente y explícita de personajes y situaciones para explorar y transmitir el alma del universo escogido. Así sucede con nuestro esperpento y en la pantalla encontramos ejemplos tan ilustres y conseguidos como Federico Fellini, su Roma (1972), por ejemplo. Esta película elige idéntico espejo cóncavo para contemplar el Hollywood de la segunda parte de los años veinte, a mitad camino entre el mudo y el sonoro, y también a mitad camino entre la tolerancia de esos primeros tiempos del cine y los rigores puritanos del código Hays que se impondría en los años treinta.

La película maneja con bastante solvencia el tono elegido —perfectamente anunciado en la primera escena, el elefante y su monumental defecación, y desplegado a toda vela en la larga secuencia de la (babilónica) fiesta inicial—, pero presenta ciertas limitaciones a la hora de contextualizar la historia y su época, como si con la desmesura fuera suficiente o como si, simplemente, esta fuera lo más importante. Por ejemplo, ese cambio moral en la frontera de los treinta que hemos aludido en el párrafo anterior se solventa en algunas breves líneas de diálogo que casi parecen caídas del cielo.

En esta sumisión al gran esperpento babilónico encuentra la película sus mejores y sus peores cartas, el exquisito torrente de imágenes de muchos momentos por un lado y las carencias de guión a la hora de explorar la complejidad de este decisivo momento de la historia del cine. El primero se come al segundo y es una pena porque no hacía ninguna falta, se podía haber trabajado un poco más el guión, y una buena película podría haberse convertido en una gran película.

Estas limitaciones de contexto se prolongan en algunas soluciones de personajes y de trama igualmente débiles: el desenlace del personaje que interpreta Brad Pitt (un tanto forzado, un tanto efectista) o la utilización final del dinero de atrezzo (por inverosímil a no ser que lo disponga un idiota). Tampoco ayudan demasiado algunas referencias bajo sospecha, como la alusión a los atributos sexuales de Gary Cooper (espero haber escuchado correctamente el diálogo, porque esto del cine no es como en un libro que puedes consultar las páginas anteriores), cuando el actor apenas comenzó a aparecer acreditado, muchas veces en papeles secundarios, a partir de 1928; o la figura de la realizadora en un momento en que el cine se había convertido en un negocio serio y las escasas cineastas de sus inicios —Alice Guy y, especialmente, por su condición de norteamericana, Lois Weber— habían perdido esos puestos de dirección. Probablemente, la película quiera evocar esta segunda figura, Lois Weber, que todavía llegó  a realizar algunos títulos en 1927, pero debía haber contextualizado correctamente esta situación y no presentarlo como algo normalizado porque, desgraciadamente, ya no lo era.

A pesar de estas (desgraciadas) limitaciones, no hay duda de que nos encontramos ante una estimable película, con una extraordinaria potencia en su puesta en escena y con una Margot Robbie que es un auténtico vendaval desde todos los puntos de vista.

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