JAVIER BERGANZA: Hamaguchi ya nos dejó sin respiración en Drive my car. La capacidad de narrar a través de la potencia de sus imágenes, las cuáles, ganan enteros en su calma, cuando no hay prisa, cuando todo se disfruta observando, en silencio, la sencillez de la vida. Un par de años más tarde, el director japonés nos vuelve a enamorar con su narrativa a través de la cámara. Con un sentido eminentemente oriental (como no podía ser de otra forma) con planos largos y cercanos al suelo.
Apoyándose en el teleobjetivo para contarnos su historia. No tanto por sus ventajas compositivas, si no por la sensación que deja tras de sí. Esa impronta de ser un mero espectador, de observarlo todo desde muy lejos, siendo un foráneo que trata de hacerse con un bosque que no es suyo, que no le pertenece. El observar y ser observados desde lejos. El punto de vista es más el de la naturaleza que el de los protagonistas que cuentan su historia. El bosque que mira a los humanos tratando de crecer como población y que abraza la imparcialidad de la vida, ni buena ni mala. Estoico, ante todo.
La trama es sencilla. Un pequeño poblado en las montañas de Japón, que sobrevive como una comunidad apoyándose los unos a los otros, recibe la visita de un grupo empresarial que planea abrir un nuevo glamping (una especie de campamento de lujo). Algo que atraería el turismo (que les pregunten a los canarios) e incentivaría la economía local. Este grupo empresarial mira poco por el posible daño ecológico a la zona y sus alrededores, por lo que los habitantes comienzan a poner trabas. Lo que parecería una posible lucha de David contra Goliath termina por irse a dónde casi siempre acaba Hamaguchi, al drama interno de los personajes, a los seres humanos y sus contradicciones.
Con interpretaciones sencillas a primera vista, pero que esconden una profundidad casi única, la oscuridad detrás de una mirada limpieza. La naturalidad y sinceridad de los niños, que investigan y crecen con una energía inagotable. Un relato bellísimo que brilla en un tempo tan limpio como puro.
A nivel fotográfico es muy impresionante, en el sentido literal de la palabra. No es una fotografía compleja pero sí muy resultona. Cuando más brilla es cuando juega con la luz natural, con los contraluces que encuentra formados por el propio entorno. Si se aleja de lo artificial, los planos se quedan en la memoria casi para siempre.