PEDRO URIS: El sueco Ruben Ostlund es uno de esos cineastas con fortuna en los festivales cinematográficos, pues a pesar de su todavía corta carrera acumula numerosas presencias y galardones en estos certámenes (un corto suyo ya tuvo su reconocimiento en el festival de Berlín en 2010). Con especial éxito en uno de los más prestigiosos, el festival de Cannes, en el que han triunfado su tres últimos trabajos, Fuerza mayor, dentro de la sección Un certain regard en 2014, y los otros dos, The square (2017), que «incomprensiblemente» no he visto, y el film que ahora se estrena, obteniendo la Palma de Oro del festival.
El triángulo de la tristeza está estructurado en un pequeño prólogo y tres partes muy diferenciadas entre sí, aunque compartan dos personajes a los que, en sentido estricto, no podemos calificar de protagonistas. A pesar de este esquema que anuncia la propia película y su consiguiente diversidad de escenarios, yo la divido en dos partes, la primera con algo menos de metraje que la segunda, en función del tono elegido. Una primera, hasta la secuencia de la tormenta en alta mar y el rosario de vomiteras de los pasajeros, marcada por un tono realista y con las reflexiones en la trastienda para que cada espectador las organice en su particular discurso; y una segunda voluntariamente desmarcada de la realidad y situada, con mayor o menor potencia, en los territorios de la farsa, la desmesura y la excepcionalidad, en la que los mensajes se proyectan de modo más directo, dejando menos margen al espectador para que elabore sus propias conclusiones.
Como ya habrán adivinado por la propia redacción, yo prefiero, con distancia, esta primera parte a la segunda —he visto comentarios críticos justo a la inversa, pero en esto ya se sabe que cada cual es de un padre y una madre—, sin contar el poco aprecio que le tengo a eso de cambiar de registro a mitad de una película. Me parece perfecto el prólogo, un excelente cortometraje sobre el universo de la moda y los modelos con algunas estupendas anotaciones (ya sabemos por qué sonríen o muestran gesto adusto los modelos en función del producto que anuncien). Y me sigue encantado la larga secuencia de la pareja «protagonista», primero en el restaurante y después en la habitación del hotel, otro cortometraje (unos quince minutos) con una gran capacidad de explorar el alma de los personajes y de reflexionar sobre los roles de género y la sinceridad de cada cual al ejercerlos o utilizarlos. Y me sigue interesando, apasionando incluso, la parte inicial del crucero de lujo, un genial microcosmos que nos dice mucho del mundo en que vivimos.
Pero todo se tuerce cuando el cineasta decide cambiar el tono elegido hasta el momento y somete a sus odiosos personajes a los rigores de la farsa, a ratos incluso el esperpento, para después situarlos en un artificial tablero —ese islote tras el ataque de los piratas al yate— y convertirlos en piezas de unas tesis demasiado explícitas. No es que me disguste esta segunda parte, reconozco la personalidad de su narrativa y el alcance de sus reflexiones, pero me interesa menos y añoro la sutileza y la inteligencia de la primera. En definitiva, nos encontramos ante una película que destaca en nuestra cartelera, ante un film importante que todo aficionado debería conocer.