Agustí vuelve a traernos una película con mirada profunda. En este caso, El vientre del mar nos cuenta, con una voz muy poética y un ritmo y puesta en escena muy teatral, la historia de un naufragio. Basada en hechos reales, acontecidos en 1816, cuando un barco francés naufragó en las costas senegalesas, abandonando a su suerte a 150 hombres y mujeres en una balsa improvisada en medio del mar. El hambre y locura se apoderaron de una balsa de madera a la deriva.
Contada en dos tiempos, en el del juicio posterior a sus protagonistas, tratando de esclarecer los hechos; y viajando al pasado, acompañados por sus declaraciones y vivencias. La película, al igual que la balsa, viaja libre. Yendo y viniendo entre pasado y presente para tratar de garantizar un pulso narrativo muy preciso (y casi único).
Los dos protagonistas, Thomas y Savigny, encarnan una lucha de poderes (tanto en el juicio como en el naufragio) para salvar sus vidas. Los tonos teatrales y poéticos caminan por la trama para conformar el mensaje en el espectador. Una metáfora sobre el mayor cementerio mundial, el mar. Algo que hoy en día todavía vivimos, y que también podemos observar en películas recientes (aunque con narraciones muy distintas) como Mediterráneo, de Marcel Barrena.
Un arco de personajes que viaja por 10 etapas marcadas por el propio guion y que dejan un sabor amargo en la boca. La película nos presenta los cambios de cada uno, como quién sigue una receta o cuenta cómo superar una pérdida. De la venganza a la locura, del hambre a la sed, de las ganas de sobrevivir a la más pura derrota.
Película no para todos los públicos. Quién busque una narración clásica y una historia lineal y clara no va a encontrarse un plato de buen gusto. Quién espere ver buen cine, contado con pocos recursos y mucho estilo, con una voz fuerte y profunda, que reflexiona sobre hechos pasados que se reproducen hoy en día, se encontrará en medio de un restaurante con cinco estrellas Michelín. Una elaboración que es fácil de catalogar como pedante, pero que luce a las mil maravillas con un tono que no deja de sorprender.
La fotografía, siguiendo con la metáfora culinaria, es deliciosa. Rodada en gran parte en blanco y negro, con referencias pictóricas y encuadres bellísimos que aprovechan la luz para pintar (nunca mejor dicho) una historia sobre el poder y la supervivencia. Jugando con poca saturación durante el juicio para marcar un ambiente grisáceo y cargado, y para enlazarlo todo con ese maravilloso blanco y negro que cuenta, por si mismo, una historia llena de sombras y contraluces. Tenebrismo y romanticismo ligados por Agustí Villaronga que, de nuevo, nos cuenta una historia que no puede dejar indiferente a nadie.