JAVIER BERGANZA: En una mansión idílica, con un jardín perfecto, una familia vive rodeada de lujos. Una vida ejemplar, un matrimonio con cuatro hijos que crecen entre hierba y flores. Un servicio que atiende sus necesidades mientras las reuniones entre amigos se alargan al calor de un sol que lo baña todo. Pero, como nos cuenta casi siempre Lynch, detrás de la perfección siempre hay algo oscuro. Algo huele a podrido en Dinamarca. En este caso, en Polonia. Detrás del muro que delimita la casa se encuentra Auschwitz, el campo de concentración nazi en el que miles y miles de vidas fueron arrebatadas.
Vemos la vida del comandante Rudolf Höss y de su familia. Un matrimonio que disfruta de una comodidad a cambio de la mayor deshumanidad posible. La ropa nueva llega directa de las últimas víctimas, recién bajadas de un tren con destino a la muerte. Las joyas son arrancadas de los cuellos y manos para brillar bajo el manto de sus nuevos dueños. Y lo más duro es la trivialidad, la normalización de un proceso inhumano que los protagonistas viven como su propio día a día.
Glazer ahonda en la búsqueda de lo incómodo entre ese escenario rutinario. Coloca al espectador como una especie de “voyeur”, aleja la cámara siempre que puede, rehuyendo del plano corto y buscando reencuadres para que la postura de quién ve la película sea esa, la de estar mirando, la de poner el ojo a través de la mirilla y ver el horror. La de no poder dejar de mirar y, al mismo tiempo, generar algo de culpabilidad. Hacerte partícipe desde fuera, como un fumador pasivo. Algo parecido a lo que consigue Haneke en su maravillosa “Funny games”.
La fotografía es maravillosa. Colocando este plano abierto como pivote narrativo a través del cual enlazar la historia. Desde el exterior todo brilla, todo parece una familia americana de anuncio de los felices años veinte. Cuando nos vamos al interior todo empieza a perder brillo. El contraluz empieza a estar más y más patente, y el trabajo de etalonaje (colorización en postproducción) busca tonos menos saturados. Glazer nos habla de esto, de las apariencias. De que, incluso los nazis, tuvieron sus problemas y sus ansias de poder. Sus ganas de quedar por encima de sus colegas, mostrando más lujos que el resto. Su dificultad para dejar atrás la comodidad de una vida de lujo. Y que detrás de todo eso, detrás de esa apariencia, todo huele a mierda. Como en cada casa, seas o no seas un comandante nazi a cargo de un campo de concentración.
La humanidad detrás del monstruo. Glazer trata de hacer algo muy difícil, busca la empatía en el archienemigo de la historia del mundo y de la historia del cine. Con una estructuración algo distinta. Alargando y atemperando mucho el primer acto. No busca una subida, quiere que todo crezca con tranquilidad, que el guiso se haga con cuidado. Conocer a los personajes en su mundo, colándonos en su día a día, y no dándole una vuelta a sus preocupaciones hasta casi la mitad del filme. Un ejercicio arriesgado pero muy funcional. Esa estructuración poco común ayuda a vivirlo todo con esa incomodidad buscada.
Una obra que vuelve a latir al ritmo de los últimos estrenos. Si ha ido poco al cine estas semanas se le acumula el trabajo. No puede perderse La zona de interés. Una película que ejemplifica un cine distinto, con voz y firma propia, y que nos cuenta la realidad de una historia de la que siempre podemos seguir aprendiendo. Y más en estos días.