JAVIER BERGANZA: Oliver Hermanus trae una adaptación de Ikiru (Vivir) del inmortal Akira Kurosawa. El clásico de 1952 es una de esas grandes obras que vienen a la mente cuando se recuerda al maravilloso director japonés. De nuevo una premisa potente que ahonda sobre las conductas de los seres humanos. Sobre cuál es el legado que dejamos a los que vienen. Sobre cómo nos tenemos que comportar ante las injusticias. Kurosawa era un experto en indagar en estos temas y Oliver Hermanus trata de hacer lo mismo entendiendo siempre que, en la comparativa, va a salir perdiendo desde el principio. Pero el director lo tiene claro y, pese a esa inevitable comparación, logra armar una película muy completa y muy seria.
Con un arranque muy interesante en cuanto al uso de ópticas y el baile de cámara, el director nos presenta a los protagonistas de la historia, aunque de forma algo mentirosa. Al fin logramos ver al verdadero protagonista, el señor Williams, un fantástico Bill Nighy que se come la pantalla en cada secuencia. Seguramente, su mejor trabajo hasta la fecha.
El señor Williams es un ordenado funcionario de la Londres de los años 50. Pausa, orden y pocas prisas en un trabajo lleno de papeleo que el propio director nos muestra con unos encuadres muy cerrados que, junto al espacio, determinan ese poco margen para la improvisación y la vida. Aquí todo es meticuloso, cuadriculado y nadie puede salirse de la línea de puntos.
Al señor Williams, igual que al señor Kanji Watanabe, le detectan un cáncer incurable. Este giro de tornas hace que todo cambie y que la actitud frente a la vida que pasa sea distinta. El señor Williams deja de ir a trabajar para emborracharse y gastar ese dinero ahorrado que tenía tras duros años de trabajo. Aquí, Oliver Hermanus, decide cambiar las ópticas y jugar en encuadres más abiertos con ópticas más cortas. Abonbando un poco más los costados del plano para romper con la rectitud de la vida del señor Williams, y para generar más separación entre el protagonista y el fondo, dotando a todo mayor vida y libertad.
Es cierto que se llega a abusar un poco de la cámara lenta, pero igualmente pasa por alto y no afecta a una intención de dirección muy pulida y clara. A unas interpretaciones prácticamente exactas y a un guion que, pese a no ser suyo y tener más de 70 años, sigue funcionando a día de hoy a la perfección.
En definitiva, una película de firma muy estilada. De esas que huelen a té y calma. Una opción fantástica para estas semanas de frio y de vuelta a la realidad. ¡A vivir!