JAVIER BERGANZA: Tras la independencia de Mali en los años 60, los grupos militares revolucionarios tratan de hacer entender a su pueblo los beneficios del socialismo. Las aplicaciones del mismo nunca han sido sencillas, y menos aún en una sociedad anclada a la tradición y que está recuperándose de años y años de palizas. El poder de los jefes de tribu y los campesinos y mercaderes adinerados hace que los más pobres teman el reparto. Ven al socialismo como un robo, como un ente que les quita sus cosechas que tanto les cuesta trabajar y de las que después no verán ni un grano.
En medio de esta compleja lucha, Samba, un joven militar que pasea entre los poblados difundiendo el mensaje y bailando twist en sus tiempos libres, se encuentra con Lara, una joven que ha sido obligada a casarse y que es violada prácticamente todos los días de su vida por su marido. Aquí arranca la verdadera aventura de la historia, lo que nos quiere contar Robert Guédiguian, el resto es entorno muy bien definido y conseguido. El arraigo de la tradición malí, las influencias constantes europeas a través del baile y el ansia de libertad, porque el espectador viaja sin cinturón por una África pura que sueña con la fiereza de la libertad; pero lo que aquí cuenta no es ese poder, sino el del amor, aunque en cierto sentido sea el mismo.
Robert no deja de lado la situación del país y los impulsos y las energías que transitan a Samba, él cree ciegamente en su patria y en el socialismo, pero lo que siente por Lara cruza como un rayo su corazón. Los primeros dos arcos son algo lentos y previsibles, problemas para Lara que se convierten en problemas para Samba cuando trata de ayudarla. El desengaño de él para con sus ideales y los dirigentes que los llevan a cabo; todo podría estar dentro de un manual sobre estructura de guión y avance narrativo.
El jugo aparece en el tercer set. Todo comienza a caer con lentitud pero con armonía, el edificio se desploma y como espectador no puedes dejar de mirar. Robert Guédiguian comprende los mecanismos del drama y los utiliza con mucho tacto y mimo, sabiendo de qué palancas tirar y que botones apretar en cada momento. Un manejo muy interesante para cerrar una historia que podría pasar sin pena ni gloria por la cartelera de los cines pero que, sin duda, dejará algo de huella en la memoria de los espectadores (en la mía al menos sí).
Fotográficamente muy bella, con un uso de los planos fantástico y una luz muy cálida, de Sol joven y con energía. Jugando con los tonos de piel para ahondar en conjugaciones cromáticas que el departamento de arte ha sabido llevar a cabo. Verdes y ocres que vuelan muy alto pese a ser un filme no demasiado saturado. De las pocas pegas sería un montaje algo rudimentario, las secuencias no terminan de bailar entre sí y la puesta en escena, que es arriesgada en ciertos momentos, acaba cayendo. Los coletazos de una edición que por momentos incluso parece querer ser rompedora, si no es inexplicable. Robert (o su montador/a) casi prescinde de montar en movimiento, generando una sensación de sequedad y de poca veracidad que sorprende cuanto menos. Por lo demás, una excelente opción.