La semana pasada, dos películas de producción española se estrenaron en la sección oficial de la 74ª edición del Festival de cine de Locarno: Sis dies corrents, de la cineasta catalana Neus Ballús, y Espíritu sagrado, del cineasta ilicitano Chema García Ibarra, y ambas lograron premio: para los actores Mohamed Mellali y Valero Escolar (dos intérpretes no profesionales, fontaneros reales) de la película de Ballús, y mención especial del jurado para la del director valenciano. Por supuesto, celebro los premios y la buena acogida que han tenido ambas entre la crítica, pero en ambos casos, la simple existencia de estas películas ya me parece un éxito, o por lo menos, una noticia a celebrar. No lo digo solamente por la odisea que supone levantar una película, entrar en el circuito de festivales y luego llegar a estrenar en salas (más en el mundo de hoy, donde todo parece ir hacia lo virtual), que también, sino por el carácter de las propuestas de estos cineastas.
En un famoso pasaje de Metafísica de los tubos, escribió Amélie Nothomb que no existe nada tan singular como la mirada. “La vida comienza donde empieza la mirada”, decía la escritora. “La mirada es una elección. El que mira decide fijarse en algo en concreto y, por consiguiente, a la fuerza elige excluir su atención del resto de su campo visual. Esa es la razón por la cual la mirada, que constituye la esencia de la vida, es, en primera instancia un rechazo”. Hay varias razones por las que celebro los éxitos de estas películas, todas parten de esta cuestión fundamental. Aunque pueda resultar una obviedad, me parece importante recordarlo: el cine –y por extensión, cualquier ficción- siempre nace de una mirada, de un modo de ver el mundo, de entender las cosas. Aunque hoy muchas se guíen por algoritmos, las películas todavía no las hacen máquinas, robots, entes irreales o lo que ustedes quieran imaginar que pueda suceder en un futuro. Las hacen humanos, personas con un pensamiento y una sensibilidad determinadas, creadores con una visión sobre la vida, con unas ideas y unos intereses concretos, del tipo que sean. Por ello, lo que decía Nothomb es para mí una lúcida definición de lo que es el cine: el cine comienza donde empieza la mirada. Las películas parten de la elección de un punto de vista, de la decisión de narrar desde una voz, de fijarse en unos personajes en concreto, del deseo de ahondar en unos asuntos y no en otros, de capturar unas imágenes y rechazar otras. Las películas en las que veo esa personalidad son las que más me conmueven, las que perduran en mi memoria a pesar del paso del tiempo.
En el cine de Ballús y de Ibarra hay esa mirada. Sin obviar todas sus distancias (que son muchas, ambos tienen universos extraordinarios), sus películas se fijan en las vidas de gente normal y corriente, gente real, de barrio y de clase trabajadora, personas que en las ficciones a menudo parece que no interesen más allá de pretensiones edificantes y simplistas, de la búsqueda del aplauso y la lágrima fácil, bajo ínfulas de supuesto “cine social”. Una pista: con esto pasa lo mismo que con los personajes de perfección robótica. Esos personajes estereotipados, supuestamente muy de verdad y muy rompedores tampoco existen en la realidad. La vida real es más compleja que una lesbiana con el pelo corto o un discapacitado (inserten el colectivo oprimido que quieran, funciona con todos) que consigue salir hacia adelante, muy valiente y empoderado, a pesar de su condición, lo cual no significa que esto no pueda suceder, pero suele haber más. Como ya dijo la escritora Jimina Sabadú, una ficción no es “inclusiva” por el mero hecho de sacar a un personaje transexual. Dale un papel que no consista simplemente en que es transexual.
Esto es lo que hacen estos cineastas. En los trabajos de Ballús y de Ibarra (desde sus primeros cortos) hay una preocupación por contar de manera personal, desde el respeto y el sentido del humor, las historias de sus personajes, por escuchar y entender sus conflictos, sus complejidades, sus inquietudes, sus circunstancias, su cotidianidad, los lugares en los que viven, la cultura popular de su entorno, sus contextos, todo cuanto los conforma y forma parte de ellos
Celebro la existencia de sus películas porque suponen una representación singular y real de esos puntos de vista, de esas historias, de esos lugares, de la gente que las hace y aparece en ellas, y con ello, de un modo de hacer cine. Para mí, ahí está lo esencial, en el modo de entender el cine: el cine como reflejo de esas realidades, ahí es donde reside la mirada.