Por José Manuel Rambla
Oriente fue la gran invención de Occidente, hecha a la medida de sus ambiciones. Pero unida a esta realidad de la que nos advirtiera Edward W. Said -y a menudo cobijada en ella-, ha sido también desde los escritores románticos el espacio para la huida. Goethe nos incitaría a volar al “Oriente puro” y hacia él se encaminarían Chateaubriand y sus sublimaciones egocéntricas, Lamartine y sus anhelos por encontrarse con la patria de su imaginación, o Flaubert y su búsqueda de una sexualidad abierta que el puritanismo europeo negaba. Y aunque la realidad que allí encontraran llevara Gérard de Nerval a reconocerse huérfano de lugares donde reflejar sus sueños, lo cierto es que la atracción por ese Oriente exótico, hedonista y sensual, se mantuvo vivo hasta encontrar tal vez su último espejismo en aquel Tánger maldito en el que se refugiaran Paul Bowles, Jack Kerouac o William Burroughs.
Precisamente en aquel Marruecos de Tánger, y en el de Tetuán, Larache, o Alhucemas, tuvo España su particular y cercano Oriente. Sobre él proyectaría, a menudo confundiéndose con los ecos de la Alhambra, un peculiar orientalismo que surgió de los pinceles de Fortuny o de la prosa modernista de Isaac Muñoz. Como también allí, muchos años más tarde, encontró amparo para su exilio moral, social, ideológico y sexual Juan Goytisolo. Y será ese mismo espacio, tan próximo y lejano a un tiempo, el elegido por Abelardo Muñoz para su fugaz exilio a finales del siglo pasado y cuyas impresiones nos presenta ahora, dos décadas más tarde, en un delicado libro que asemeja el cuaderno de un pintor viajero que archiva entre sus páginas los bosquejos de lo que va encontrando por el camino.
Porque, sin duda, Exilio atlántico tiene mucho de bocetos improvisados, breves trazos a lápiz que congelan la intensidad del momento. No es casual que el origen de esta bitácora esté en el consejo de apuntarlo todo que le diera el artista plástico Enric Alfons antes de su partida. Y no es extraño por ello que Abelardo Muñoz nos descubra entre sus párrafos una mirada pictórica hacia lo que le envuelve, como cuando una visión pastoril le evoca un cuadro flamenco del XVII o el centro de Tánger se convierta para él en una alucinación de Edward Hopper. Como inevitable resulta que entre sus líneas nos encontremos también con alusiones literarias que nos remiten a un farsante Bowles o a las complicidades golfas de un Mohamed Chukri. O con la sombra poderosa de Jean Genet y su disidencia de arrabal.
Pero en Abelardo Muñoz estos referentes culturales no funcionan como anteojeras desde las que mirar lo que le rodea. Son tan solo como esas láminas de Klee y Kandisky, esos mapas asiáticos o las fotos de Paul Newman y Gloria Swanson con las que el escritor intenta engañar la desangelada habitación donde reside, sin olvidar en ningún momento que fuera, detrás de esas paredes, está la vida. Y es ahí, al mirar incisivamente la vida, donde irrumpe con fuerza el Abelardo Muñoz periodista, el voyeur crítico que recorre el paisaje y el paisanaje de Tánger, de Jemis Sahel, de Larache, de los campos del Rif. Lo hará unas veces con la mirada canalla y el alma tierna; otras, con la mirada tierna y el alma canalla.
De este subjetivismo deudor de Gil-Albert, irá surgiendo la personal road movie de Abelardo el africano, como le define en el prólogo ese tangerino de vocación que es Javier Valenzuela. Por sus fotogramas pasarán fugaces pero intensos paupérrimos emigrantes del campo a la ciudad, jóvenes ociosos de eternos brazos cruzados, vendedores del zoco, veteranos soldados, olvidados cementerios, putas, contrabandistas de hachís, bucólicos campos, niños jugando, vertederos inmundos, sindicalistas derrotados, mujeres seductoras bajo el hiyab, abandonados cuarteles legionarios con vírgenes decapitadas, autoridades inquisitivas, mafiosos de ojos vidriosos, montañas sagradas.
De este modo, en su panorámica de retazos no deja hueco para el mito perdido de Oriente. A diferencia de Rubén Darío, Abelardo Muñoz no llegó a Marruecos para sentirse un personaje de las Mil y una noches. Al contrario, en sus notas a vuelapluma nos presenta a los perdedores de aquel orientalismo, con su “hermética dignidad de supervivientes” y sus miserias. Ellos dan vida a un relato que renuncia de antemano a intentar explicar nada. Simplemente nos muestra esa realidad contradictoria; capaz de darnos sincera acogida, capaz de expulsarnos.