MAITE IBAÑEZ: En 2016 el festival de mediometraje La Cabina presentaba la película iraquí A Serious Comedy, un trabajo cuya trama nos desvelaba una peculiar conexión: El ministro de Cultura de Iraq era el mismo que el de Defensa. La simbología de esta doble cartera podría llevarnos a muchas interpretaciones, todas ellas derivadas de la propia construcción política de la región. Sin embargo, la acción no pervive como un hecho aislado, cuando el papel de la cultura en los gobiernos continúa exponiendo su constante metamorfosis allá donde circula. En Brasil, el nuevo gobierno de Bolsonaro haría desparecer tres ministerios en su primer día. Cultura dejaba de existir junto a Trabajo y Deporte. Un paquete que integra una maniobra para su ocultación y silencio, al menos en los sectores oficiales. Ya lo decía George Steiner, “lo que no se nombra no existe”, y Jair Bolsonaro no dedicó ni una sola línea a la cultura en su programa electoral. Lejos quedan los tiempos de Gilberto Gil al frente del ministerio, criticado por su defensa de la flexibilización de los derechos de autor. En su discurso de aceptación explicaba que el Estado no hace cultura. “El Estado crea las condiciones de acceso universal a los bienes simbólicos, las condiciones de creación y de producción”. Pero volviendo al sentido de sus competencias políticas, siempre nos puede servir el término ‘fusión’. Aquel que se abre camino ante la ciudadanía como la respuesta correcta. En esa versión la cultura existe (¿quién sería capaz de borrar su espacio de la vida administrativa?), aunque camine dentro de un tejido de variados compartimentos. Por ejemplo, en el caso brasileño se ubica en Desarrollo Social, y ya conocemos la clásica triada que hemos vivido en España con sus compañeros de Educación y Deporte, o en sus comienzos de 1977, con Bienestar Social. Peor suerte corren en Hungría. Tras los recientes ataques al musical Billy Elliot y a la exposición de la artista Frida Kalho, el poder político y económico de Viktor Orbán reclama, además, el control de la cultura como arma de legitimación. Estas acciones contra el sector de las artes nos llevan a las reflexiones escritas en el ensayo del profesor Ariño, presentado recientemente en Valencia. El autor nos recuerda que las culturas (en minúsculas y plural) ni son islas ni constituyen un lugar seguro y estable. Representan siempre un valor, que puede funcionar como un recurso desigualmente distribuido y predispuesto a legitimar la dominación. El libro Culturas abiertas. Culturas críticas pone también el acento en la transversalidad, presente desde su voz en la agitación y el debate de todos los escenarios de la vida, para cuestionarnos, como canta Toquinho en Aquarela, si “en los mapas del cielo el sol siempre es amarillo”.