Durante la guerra de Vietnam, para desemboscar -literalmente- a la esquiva guerrilla Vietcong, los estadounidenses desarrollaron un defoliante muy agresivo con el que su aviación roció una inmensa superficie de la selva entre Laos y Camboya, allí donde los vietnamitas podían moverse con libertad al abrigo de la aviación y donde contaba con el apoyo de la población rural.
Los resultados de la campaña de fumigación fueron espectaculares: en efecto, las áreas rociadas perdieron con rapidez su cubierta vegetal y obligaron a los campesinos a emigrar a las zonas urbanas que los Estados Unidos controlaban, lo que permitiría urbanizar zonas que previamente eran de cultivo con el objetivo de privar al Vietcong de gran parte de su red logística y de sus recursos. En definitiva, un gran éxito para los estrategas militares estadounidenses.
Claro, que el éxito inicial pronto se vio ensombrecido por los efectos contaminantes persistentes sobre el medio ambiente y las terribles consecuencias para la salud de millones de personas -incluidos soldados estadounidenses- que estuvieron en contacto con un producto que, durante cuya fabricación, se contaminó con una dioxina cancerígena y generadora de malformaciones fetales.
A este herbicida se le denominó “agente naranja” y la historiografía norteamericana ha querido esconder este episodio -junto con casi toda la guerra del Vietnam- en el rincón más oscuro de su memoria histórica, un rincón que necesita una urgente ampliación, por cierto.
A nadie se le ocurriría hoy reeditar la historia del “agente naranja”.
¿O sí?