DOLORS LÓPEZ: Mi primera visita a un pub se fue demorando.
Por motivos distintos, cada día iba posponiendo esa liturgia. Recordé el consejo que me dieron a modo de sentencia…” Si no vives la noche en uno de esos ancestrales lugares, no has estado en Irlanda”. Así que, decidí hacerlo, animada por la curiosidad que me despertaba la euforia desatada entre mis compañeros de viaje.
Una semana después que lo hiciera el resto del grupo, mis tacones fueron a dar con una bocanada de luz tenue que envolvía la melodía palestina entonada por tres músicos. Quedé impactada por la sorpresa.
En el centro del local, un violín me arrebató la calma. Presidía el concierto desde el escenario en el que se oficiaba la catarsis arrebatadora.
Incontable el número de personas que vivían el momento mágico provocado por la música, el calor, la oscuridad, y la proximidad de los brazos vecinos. Tardé muy poco en ser y sentirme una más.
Mi “familia temporal” se desparramaba por grupitos entre los autóctonos y otros turistas. Los más cercanos, brindaron por mi ritual iniciático con mucho humor y sonrisas cariñosas.
Las cervezas y las canciones del mejor folklore se fueron sucediendo con las horas. Como mis emociones.
Observé los comportamientos de mis compañeros entre sí y también conmigo.
Me di cuenta de lo necesaria que es para todas las personas la interacción social. Aprendemos a regular nuestras emociones solo cuando podemos interactuar con los demás.
Recordé el espanto que supuso la pandemia del Covid 19 en muertes y sufrimiento, pero también el daño emocional originado por el aislamiento físico. Cada persona podía comunicarse con otra u otras telemáticamente, pero nadie podía vivir los sentimientos que se despertaban entre los demás, o a través de ellos, cuando una pareja rompía su relación cerca de ti o alguien se quedaba prendado de tu mirada cuando contemplabas esa ruptura.
La vida se suspendió durante semanas. Los pubs cerraron. También los casales, las peñas y las comparsas.
Necesitamos que la voz de otra persona nos acaricie. Necesitamos tocar su mirada y que bese la nuestra.
Necesitamos aprender a afrontar un “no” y a deslizarnos por una esperanza en forma de abrazo.
El concierto fue llegando a su fin, al menos para nosotros que regresamos al hotel a una hora prudente. Al día siguiente había que madrugar.
Caminamos apretados unos a otros para darnos calor en ese verano irlandés que no respetaba las fechas del calendario. Hacía frio, sin embargo, agosto ya había inaugurado su segunda semana.
Una de las dos hermanas de nuestra “panda”, me contó entre risas cómo el anillo de Galway había surtido efecto. Fue una delicia escuchar su relato tierno y fresco. El broche perfecto para una noche que dejó de ser oscura.
Cerré la puerta de mi habitación dichosa. Mañana era una promesa.