DOLOR LÓPEZ: Sentías fascinación por la Época Medieval. Desde que descubriste por casa la película de Braveheart podías verla cada fin de semana con la misma pasión.
Recorrí emocionada la catedral de San Patricio. Tú lo habías hecho años atrás, cuando eras incapaz de contener la risa ante situaciones absurdas que pasaban inadvertidas ante los ojos de la mayoría, y buscabas mi mirada cómplice entre los rostros de los demás.
El Árbol del Recuerdo acogió una hoja nueva de mi mano que te recordará por siempre. Como yo.
Irlanda se ilusionó con tus últimas ilusiones y yo quería sumergirme en ella para seguir la estela que dejaste, sin duda, en esta esmeralda del mar. Estoy plenamente convencida de la permanencia de la vida allá por donde ha pasado. Las moléculas dejan su huella y nos acarician cuando nos acercamos buscándolas. Porque hemos formado parte de una misma entidad. Porque ya nos acariciaron antes.
Dispuse el viaje con premura, en cuanto vi un hueco posible en este verano apocalíptico de fuego en el aire.
Junto a un nutrido grupo de personas con mochila y gesto expectante inicié un circuito por toda la República. La integración en este variopinto conjunto de vidas cruzadas fue fácil y agradable. A lo largo de los días fuimos transformándonos en una “familia temporal” que se protegía y se divertía unida.
Una mañana llegamos a la Abadía de Kylemore, que se enseñoreaba sobre el lago reflejando su fotografía imponente. Las nubes se derramaban ladera abajo desde la montaña, buscando llegar a fundirse con las aguas en un baile eterno.
Diego, nuestro guía que llegó a ser un compañero más, nos narraba con sentimiento que esta abadía fue en sus orígenes el regalo de Mitchell Henry a su esposa Margaret. Me quedé prendada de la historia.
Siempre he pensado que las construcciones que se realizan como un regalo de amor tienen una especie de alma que las diferencia de todas las demás.
Vino a mi mente la bellísima Medina Azahara que, según una de las hipótesis históricas, fue construida por Abderramán III para ofrendársela a la mujer que amaba.
Las nubes quedaron atrapadas en el espejo del lago. Yo quedé atrapada en ese momento.
El tiempo se congeló en la pantalla del móvil y los sonidos dejaron paso a una quietud atemporal.
Una paz inmensa fue ocupando cada rincón de mi mente y tu presencia se impuso como una bendición sobre mi vida.
Estabas allí.
La certeza incuestionable de tu esencia sobre el lago me permitió rozar con los dedos una felicidad lejana. La eternidad en un instante.
No sé cuanto tiempo permanecí hechizada sin poder apartar la mirada del lago. Un roce cariñoso sobre mi brazo me recordó que teníamos que volver al autocar. Le dije a mi compañero y a Diego que estaría horas en ese encantamiento.
Dirigí una última mirada hacia el lago y pude escuchar como Margaret le pedía a su esposo que le construyera allí una casa, y a Mitchell respondiéndole: “Te haré un castillo”.