Abro los ojos al último domingo de febrero.
Conecto la radio y la cafetera de cápsulas. Un estruendo de guerra a través de las ondas se une a los estallidos de petardos en la acera. La paradoja de la fiesta y el terror en esta mañana extraña me sacuden el sueño de una bofetada.
Tengo el tiempo justo para llegar a mi trabajo. La abuela de los fines de semana me estará esperando ya. Es prácticamente insomne.
Me da los buenos días antes de iniciar su personal “parte de guerra”.
El dolor que no remite en la cadera. Un poco de fiebre. Nada de sueño…
Siento compasión por ella, es duro vivir en esas condiciones. Como si hubiera leído mi pensamiento, me sonríe con esa dulzura elegante de gran mujer que la caracteriza y como por casualidad, comenta que su vida ha sido dichosa. No fácil, pero feliz.
Todavía lo es, afirma, buscando mis ojos para retarme desde su mirada segura y potente.
–No creas que mis achaques me nublan. He disfrutado. He vivido y me relamo con cada recuerdo bueno. Los malos hace tiempo que los tiré a la basura. Vale la pena vivir, Concha. Así que no me mires con esa cara de pena, que no me gusta dar pena. Estoy añosa y con mil teclas, pero soy más que un cuerpo viejo.
Doy un respingo, descolocada, y me apresuro a cambiar de tema y ofrecerle un zumo de naranja.
Consuelo, la anciana, no abandona y me asalta con la pregunta, “¿tú te sientes feliz de estar viva? Respondo que sí, claro. Y salgo de la habitación confusa.
No soy feliz ni infeliz. No sé qué soy. Paso la vida cuidando a personas mayores en sus domicilios y mi tiempo libre se reduce al tiempo para comprar, poner alguna lavadora y visitar a mi propia madre.
Vinimos juntas, como un pack desde un pueblo de Castilla hace más de un lustro, y ahora me pregunto si hice bien en traérmela. Quizás entre sus vecinas se hubiera sentido menos sola. Y yo más libre.
No, no creo que seamos felices ninguna de las dos.
Vuelvo con el zumo y desde el pasillo, Consuelo continúa en su asedio.
–Concha, tú eres médica, ¿no? ¿Qué haces cuidando viejos? Tu elección fue ejercer como doctora. ¡Pelea por ello!
En vano le intento explicar que el trabajo está muy mal, que las bolsas de interinos son inmensas, que no podría atender a mi madre…
Afíliate a un sindicato, yo lo hice cuando era clandestino. Preséntate a oposiciones, busca también en la privada, pero no te conformes. ¡Sal a por tu puesto en la medicina!
Durante la semana le cuento a mi madre la conversación y tuerce el gesto -tonterías, dice. Tienes trabajos decentes y la cosa no está para jugar. Necesitamos dinero. Desde pequeña te has empeñado en una carrera no sé para qué. Si te hubieras casado no tendrías que trabajar- Salgo a la calle desolada. Este ha sido el mantra desde mi infancia.
¿Cómo es posible que Consuelo y mi madre tengan una idea tan distinta de lo que es ser mujer?
Me siento estafada por mi madre y al instante caigo en la cuenta de que ella también lo fue.
El triunfo más sibilino del patriarcado ha sido colonizar la mente de todas las mujeres que ha podido para que fueran trasmisoras de una injusticia sangrante, la desigualdad de derechos entre hombres y mujeres. Consuelo lo sabe y se liberó de ese búnker opresivo de creencias invasoras desde la infancia. Tiene buenas amigas y se han acompañado siempre.
Elijo ser lo que quiero ser.
Busco el teléfono de algunas compañeras de carrera y retomo amistades y encuentros con lo que fue mi red.
Elijo vivir.