Cada vez que Virginia cruza la plaza y observa el bar Negrito, chapado a cal y canto, exclama aterrada: “¡Fíjate qué horror, El bar Negrito cerrado!”. Y es como si hablara del fin del mundo. Y sí, parece el fin, porque estos días de la ciudad sin bares daban ganas de ponerse a llorar en cualquier esquina. Nuestra formación sentimental tiene ese escenario. No somos los únicos, una ciudad como Edimburgo sin pubs chapados en roble, estaría muerta hace siglos. Fulgurantes recuerdos viven impregnados como una droga, en nuestro nomadeo por los bares que en esta ciudad han sido y ya no están. La educación sentimental, nuestro síndrome de Stendhal, se forjó en bares, como la flecha que atraviesa un corazón enamorado. Desde el bareto popular más cutre del extrarradio hasta los templos de la modernidad, la historia de la ciudad y sus protagonistas tiene por escenario los bares. El Negrito cuenta con un protagonismo crucial en esta historia de la cultura hedonista valenciana. Fue allí en la rebautizada plaza del Negrito, en su primera ubicación, donde una vez el escritor Ventura Meliá me habló de Chukri, el tangerino, y donde el desparecido sociólogo Salva Salcedo me descubrió que Jean Genet estaba enterrado en Larache, la ciudad atlántica de Marruecos. Esas dos charlas de bar determinaron mis entusiastas viajes posteriores al Magreb. Fue en el garito Golem, escondido en el casco antiguo, donde escuché músicas que me han acompañado hasta hoy y me han alegrado la vida. Allí un grupo de jóvenes pinchaban a Steely Dan y a Earth wind and Fire, música neoyorquina que nos hacía sentir neoyorquinos. Hubo, en un tiempo lejano, dos estilos de bares en la ciudad y cada uno era punto de encuentro de diversas peñas de clientes. Estaban los clásicos, Nebraska, Suizo, Balanzá, Reno, Hungaria y Sibaris, que los modernos de la época utilizaban para sus tertulias al salir de los cines o para encontrar novia. Luego llegaba la noche profunda que se solazaba en el Soho valenciano, el Carmen, con bares de muy distinto pelaje. La generación beat oscilaba entre la moderación posmoderna de La Torna, donde acudía gente como el escritor argentino Raúl Núñez y músicos como Rafa Xambó, Julio Bustamante y Remigi Palmero; y el más radical y narcótico de los bares, el Stones, guarida de los primeros hippies yonquis, el pub mas heavy que tuvo la ciudad en sus tiempos heroicos. La música de Deep Purple atronaba en los bajos de aquella horrible finca de la calle Baja, derruida hace años. Los bares con ínfulas culturales y artísticas abundaron; tiempos ahora fantasmales; fueron protagonistas el Café Malvalrrosa en la calle Ruiz de Lihory, la cervercería Madrid, Gent o la Tardor, donde Ovidi Montllor tenía una botella de whisky personalizada y ardía el valencianismo militante. En esos garitos, llevados por artistas, editores, o simpáticos muñidores, cuajaron, frente a las copas y en la alegría de los moraos, contubernios que propiciaron la ciudad juguetona, abierta y autista, que hoy vivimos. En el viejo Lisboa, de la calle Cavallers, que fascinó a Jaime Gil de Biedma, se fraguaron las alianzas para un periodismo progresista. Entre esos bares fantasma, hay uno, olvidado, que estaba incrustado en el antiguo Círculo de Bellas Artes de la calle Moratín. Iba gente ilustre. Hacían buenas tapas entre cuadros decimonónicos. Algunos presuntamente desaparecidos ahora, como en una novela de Agatha Christie. Lo triste es ver que ya no están. Yes, El Forn, Equus, Bilitis, Berlin, Meliés…, donde se hacían películas y se vendían bocatas de tortilla; bares que solo existen en el recuerdo. Pero estamos de suerte. La extraordinaria novela de un valenciano de barrio, y de bares, Rafael Lahuerta, Noruega, obra magna sobre la ciudad, ha iniciado el rescate de la vieja Valencia; la otra memoria que no se perderá.