Tal y como he comentado otras veces, ser objetivamente crítico con el cine es sumamente complicado. Algunos filósofos se refieren a este fenómeno como la ansiada y obligatoria “mirada depurada” pero siento afirmar que como valenciana, resulta prácticamente imposible no emocionarse con cada uno de los diálogos de “Alcarràs” de Carla Simón o con el temperamento del personaje que interpreta Quim Gutiérrez en “Un año, una noche”.
De hecho, ambas películas compiten por el Oso de Oro, y he de decir que tienen muchas más posibilidades que cualquier otra película de la Competición. A pesar de que Isaki Lacuesta combina la esencia de la interpretación francesa con actores como Nahuel Pérez o Noémi Merlant junto a las apariciones estelares de Enric Auquer o Natalia de Molina, existe un “algo” común a los directores y directoras del mediterráneo muy difícil de describir. No me gustaría sonar absurda, pero es la calidez, la empatía y la manera de enfrentarnos a los problemas lo que convierte al cine español en un símil de la pintura intimista holandesa, es decir, dentro del costumbrismo que intentan evocar diversos géneros cinematográficos, es el cine español aquel que con “grazia” y escrupulosidad salvaguarda y recupera el folklore o la propia tradición sin caer en ningún estereotipo. De hecho, resulta curioso como en la proyección de “Alcarràs” la gran mayoría del público -principalmente alemanes- se reía a carcajada limpia cada vez que uno de los protagonistas más pequeños de la película, comía “salvajemente” la fruta recién recogida de los melocotoneros (fruta convertida en otro de los personajes de la película). Y es que por suerte, a diferencia de otros países, ese “dolce far niente” que tanto reivindican los italianos, se traduce en la niñez de cualquier niño o niña española que haya tenido la oportunidad de criarse en el campo; dando lugar a una imperante necesidad por formar parte de la cálida naturaleza, viva e inabarcable en muchos casos. También es la naturaleza de Carla Simón, aquella que recoge en sus entrañas a las incontables chicharras y a los higos color turquesa que se derriten en el paladar tras un baño en cualquier humilde balsa de chalet.
También suscitaba diversión cada vez que cualquiera de los protagonistas de “Alcarràs” bebía vino de un porrón o se ensuciaba hasta las cejas de las brasas de los caracoles recién cocinados “a la llauna”. Supongo, que es justo por esta atención al detalle (completamente inintencionada) por lo que Isaki Lacuesta y Carla Simón han sido dos de los pocos directores que han conseguido una ovación del público al final su proyección. Porque mientras que la gran mayoría de directores buscan ese tradicionalismo tan puesto de moda a partir de la elección del formato cinematográfico, el granulado de la película o la elección de cualquier argot poco popularizado, Simón y Lacuesta han sabido extrapolar su propio imaginario de cara a dos proyectos que en su “diferencia” comparten uno de los requisitos fundamentales exigidos en el cine de autor: la honestidad.
Ambos directores, han conseguido de nuevo dejar boquiabierto a un público selecto y verdaderamente crítico. Y esta, es toda una victoria, empezando por el mero hecho de estar haciendo cine tras unos meses muy complicados para el sector cultural, pero sobre todo, por enseñarle al resto del público europeo, que la cultura cinematográfica española debe tener cabida en el panorama cinematográfico. Es por esto, que a pesar de que mi compañera de butaca (Bremen) encontraba divertida una de las escenas de “Alcarràs” en la que se canta “Ton pare no te nas”, yo seguiré defendiendo que son proyectos como el de Isaki Lacuesta o Carla Simón los que nos permiten proyectarnos y expresarnos identitariamente de manera internacional sin tener que difundir internacionalmente la Ciudad de las Artes y las Ciencias o el “Spain is different”. En todo caso lo somos, pero no por nuestras playas -que también- sino por nuestra sensibilidad para saber contar las mejores historias.