DOLORS LÓPEZ: Esta bitácora de vuelo que comenzó el primer día de vacaciones, viaja conmigo hacia el norte buscando un lugar donde encontrarme después de un intenso y apasionante año de trabajo.
Contemplo extasiada el ayuntamiento de Estocolmo emergiendo sobre las aguas, que lo reflejan enamoradas. La isla de Kungsholmen, una de las catorce islas sobre las que se asienta la ciudad, exhibe el orgullo de ser la elegida para sostener un edificio tan hermoso como insigne.
La famosa Sala Azul, que acoge anualmente la cena de los Premios Nobel, está presidida por una escalera elegante y solemne.
La guía que acompaña al grupo del que formo parte, nos cuenta el ritual repetido cada diez de diciembre desde 1901. Por esa escalera, dice, desciende cada uno de los premiados.
Imagino el momento y me estremezco. Reparo sobre la trascendencia de premiar, de reconocer a aquellas personas que han trabajado en beneficio de la humanidad, que han contribuido a mejorar la sociedad a través de sus investigaciones o de su esfuerzo para hacer de este mundo un lugar mejor donde vivir.
Deberíamos profundizar en estos rasgos que nos mejoran como especie. Los reconocimientos son un estímulo para las personas premiadas, un acto de justicia y generosidad. Pero también son una bandera en la que nos queremos sentir representados. Una distinción de cómo somos y cómo queremos ser: una sociedad que recompensa el trabajo por los demás, el compromiso social.
Alfred Nobel lo entendió así. Después de experimentar el dolor que la dinamita y sus derivados podía causar, transformó su fortuna en una obra que premiara lo contrario, la capacidad de construir y desarrollar la paz y el progreso.
La señora que nos ilustra, nos muestra ahora un pequeño detalle sobre la pared situada frente a la escalera. Es una estrella esculpida. Nos desvela que las personas galardonadas con el Nobel bajan todos los peldaños sin apartar su mirada de ese adorno en el muro. La razón es la dignidad con la que descienden sin inclinar el rostro.
Mi pensamiento se queda atrapado en una bellísima metáfora sobre la estrella que no dejan de mirar los premiados. Se convierte en su objetivo. Su razón. Su faro.
Malala, a sus 17 tiernos años, recorrió cada escalón en 2014 sin dejar de mirar su guía, su lucha por el derecho a la educación de las niñas.
El galardón de Malala premia la lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. El reconocimiento por la labor de esta estudiante nos hace un poco mejores a todos.
Camino hacia el puerto con mi grupo compartiendo pensamientos y galletas de sésamo. Feliz por el hallazgo que esta visita me reservaba, entono un “hasta pronto, Estocolmo”.