LAURA PÉREZ GÓMEZ: La arena negra se colaba entre los dedos de mis pies. Me gustaba el bonito contraste que se generaba entre mis uñas pintadas de rojo y los oscuros granos de arena de esa pequeña cala. Creo que nunca había estado en una playa tan negra; era preciosa, tranquila. A última hora de la tarde no había nadie. No sé si la gran nube dominante sobre la costa disuadía a los bañistas de darse un refrescante chapuzón, o simplemente estas playas no están tan masificadas como las valencianas que tan bien conozco y tan poco añoraba en esos días. Sola en la playa, diminutos granos de arena negra trepando por mis pies y medianas olas que me advertían a cada embiste que el baño no sería demasiado relajante. Pero esos momentos de soledad y tranquilidad eran oro.
Llevaba varios días sola, así eran mis deseadas vacaciones y mi mente se esforzaba por desconectar de las obligaciones de la península. Resultaba difícil, pues me llevaba el móvil hasta la playa, con la excusa de hacer repetidamente las mismas fotos a lo que veían mis ojos sentada en la orilla y enviárselas, quizá, a alguien. Ese día estaba cansada, más mental que físicamente. Por la mañana fui al lado oeste para ver el volcán que había erupcionado el año pasado, bautizado como Tajogaite por el legado aborigen. Pude ver desde muy cerca esa pequeña montaña llena de agujeros de colores terrosos que se había generado a raíz de la explosión. Llamó mi atención su forma de vagina. Tajogaite. La negra colada descendía varios kilómetros hasta la costa y había formado un nuevo paisaje permanente. Todavía desprendía calor. El escenario resultó tan desolador como mágico, pues la naturaleza tiene esas cosas que nos recuerdan que ella, y solo ella, es la dueña de todo lo que pisamos. Hace con nosotros lo que quiere y la isla que visitaba jamás será igual. Vuelvo a mis pies y siguen cubiertos de arena negra, lo que me recuerda que eso fue lava de algún volcán y que una vez un volcán se hizo isla. Recuerdo también aquella película en la que Carme Elías explicaba cómo darse cuenta de que una erupción es inminente. Primero la tierra avisa, se mueve, hace ruido. Los pájaros se marchan del lugar, ellos son los primeros en sentirlo. También sube el calor, un calor denso y extraño que precede al silencio antes de ese momento orgásmico de la Tierra. De repente, mis desorientados pensamientos se ven interrumpidos por el sonido del pisar de la arena.
Un chico acaba de llegar a la playa, pasa por detrás de mí y oficialmente ya no estoy sola. Llega sin nada más que su presencia y marcha directamente y a paso ligero hacia el agua, saltando de golpe sobre las olas inquietas y nadando contra ellas con poca dificultad. Le observo y caigo en la cuenta de que yo todavía no me he bañado, pero ahora no quiero hacerlo para que no piense que quiero acercarme a él. Yo he venido a esta isla a estar sola, a bañarme en la playa sola y a ver un volcán que también está solo, pues la lava solidificada que le rodea no permite a nadie acercarse a él. Son coladas de kilómetros que se enfriarán con el tiempo. Como si ese chico fuese un volcán, decido acercarme a mirarle mejor, con precaución y sin llegar a meterme. No sé bien por qué lo hice, será porque empezaba a tener calor o porque en realidad me aburría sin hacer nada sobre la arena. El agua llega a mí mucho más rápido que yo a ella, pues el oleaje crece cada vez más, dispuesto a comerse parte de la playa. Parece que el propio océano me pide que entre, pero me quedo en la orilla, cubriendo solo mis tobillos y mirando al único ser humano que hay a mi alrededor. El chico para de nadar y se da cuenta de mi presencia, no sé si en ese orden. Creo que me mira, pero yo le miro también a él. El hecho de que no llevaba la parte de arriba del biquini creo que puede ser un motivo de peso para fijarse en mí, o al menos percatarse de mi presencia con una sorpresa agradable. Si hacer topless tiene como objetivo evitar las marcas del bañador en el cuerpo, desde luego a las siete de la tarde y con un nubarrón sobre mí no me valía como excusa. Quería bañarme, pero no iba a hacerlo. Las olas alejaban cada vez más al chico de mi presencia, y él se dejaba llevar con su repentina inacción. Ya no nadaba; solo me miraba y yo le miraba a él. No sé si esperaba alguna reacción por mi parte, pero yo a estas alturas no espero nada de nadie, y menos de un hombre. Sin embargo ahí estaba yo, mirándole cual volcán inactivo, como si nunca hubiera visto alguno. Lo cierto es que en los días que llevo en la isla he visto a mucha gente, pero he mirado a muy poca.
Me percato de que el agua cubre ya casi mi rodilla. Me hundía en la arena y me resultaba difícil mantenerme en pie. Tenía la sensación de que el suelo se movía. Me despisto un momento mirando una bandada de pájaros cruzar el cielo sobre mí, tanto que pierdo de vista al chico del agua. Miro a un lado y a otro, y ya no está. La playa no es muy grande pero el fuerte oleaje me lo pone muy difícil y no alcanzo a ver más allá de la segunda fila de olas. Intento focalizar mi atención en su bañador rojo, como el color de las uñas de mis pies, pero ni el contraste con las aguas oscuras favorece mi misión de encontrarle. Miro hacia atrás y en la playa no hay nadie. Vuelvo a estar sola. Miro al océano y tampoco hay nadie, ni rastro del chico.
Dudé si entrar al agua y buscarle, correr hacia la playa gritándole a nadie o coger el móvil y llamar a la policía. Entonces caí en la cuenta que me había propuesto no usar el móvil más que para hacer fotos a los paisajes y no mandárselas a nadie. Caí en que mi propósito del viaje era desconectar y estar sola. Especialmente quería estar sola. No había hablado con nadie hasta ahora y no quería romper esa dinámica. Saqué mis pies del agua y fui hacia mi toalla. Cogí todas mis pertenencias y caminé en dirección contraria al océano, ese lugar oscuro que ahora guardaba un secreto compartido. La naturaleza se pronuncia a cada instante. Sentí mucho calor mientras me alejaba de la arena negra y de algún modo noté la Tierra temblar. En cualquier momento puede erupcionar un volcán y yo no quiero estar ahí para presenciarlo, pues soy como esa lava solidificada, que no tardará en enfriar.