ENRIQUE HERRERAS: Recojo el conocido título de una de las obras maestras de Jean-Paul Sartre porque creo que define la puesta en escena que Jetske Mijnssen ha diseñado para ópera de Donizetti, Anna Bolena. En efecto, el trabajo escénico que ha servido para iniciar una nueva temporada del Palau de les Arts, nos ha mostrado un modo de hacer muy eficaz que, sin impresionar en demasía (más bien poco), sí que sirve de fina base para que se luzca el bel canto, el auténtico protagonista de la velada.
Pero vayamos por partes. Si el regista quería expresar el mundo cerrado (donde el infierno son los otros, hasta su amiga y su amante,) que vive la Reina en sus últimos días, lo ha conseguido a través de un espacio escénico (Ben Baur) en el que predominan las puertas. Estas están siempre presentes, repuntando la soledad de Bolena, rodeada por la sospecha y el terror. Solo una puerta advierte de la luz, pero es en el sueño final. Una puerta que será definitivamente cerrada, a rajatabla, pues anuncia el patíbulo. Esto es lo más resaltable de una puesta en escena que, a pesar de lo dicho, no pasa de neutra -todo lo es, incluida la iluminación (Cor van den Brink) y el vestuario (Klaus Bruns)- a pesar algunos efectos del cuerpo de baile formando parte del decorado (podía haber jugado más a modo de espectros), y esas apariciones de Isabel I (la hija de Bolena) que tiene referencias al cine de terror.
Por lo demás, es momento ya de subrayar que todos ríos van dar a un mar, al belcantismo ofrecido por un elenco sin costuras; de un conjunto de voces extraordinarias que nos deleitaron en todo momento, siempre rodeadas, eso sí, de las no menos afortunadas voces del siempre resolutivo y contundente Cor de la Generalitat Valenciana. Un mar iluminado la soprano Eleonora Buratto: irradió el ambiente con una vocalidad refulgente repleta de energía y chispazos dramáticos. Tal vez le faltara un punto de candor para redondear el personaje de Anna Bolena, pero esa apreciación peca de exquisitez, por lo que no impide, en lo más mínimo, la admiración y shock que me produjo en todas sus intervenciones, y que alcanzan su cenit en el canto de Piangete voi?
Un punto especial (de conmoción) brota del dueto con la mezzosoprano valenciana Silvia Tro Santafé (encargada del personaje de Giovanna Seymour, amiga y antagonista de la Reina). A su lado, resalta la encantadora y siempre efectiva la interpretación y canto de la mezzosoprano moscovita Nadezhda Karyazina (Smeton). Soberbio, por su parte, Alex Esposito al encarnar con brío a Enrico VIII (a la firmeza vocal, y a su arrogancia le faltó un tanto de matización, lo que siempre precisa toda gran interpretación). También llegó bien al oído la agraciada voz de Ismael Jordi (Percy): emocionó sobre todo en Fin dall’età più tenera. Pero detrás, o mejor, delate de todo ello estuvo la batuta Maurizio Benini: siempre competente, madura y capaz de alumbrar un orden casi matemático (bellamente matemática). El elemento que redondea un trabajo (largamente aplaudido) que deja ese buen sabor de boca y oído (y de otros sentidos) cuando vivimos una suculenta noche en la ópera. Tensión, tragedia y sortilegio. A puerta cerrada.
Una mala noticia: el hasta ahora inmaculado silencio del patio de butacas la ópera empieza a llenarse de comentarios en voz baja.