La obra ideada por Isabel Martí se plantea como una panorámica incisiva de esa generación surgida en los últimos lustros; un grupo de edad marcado por la tecnología, por las redes sociales, pero también por la precariedad laboral y la ausencia de perspectivas claras de futuro (de un futuro halagüeño, al menos); gente buena, por lo general, inocente, utópica, voluntarista, y por ello fácilmente manipulable por quienes desde el Poder manejan los hilos de su existencia. Gente que aspira a una Revolución sin violencia, no reparando en la antinomia. De eso va este espectáculo coral y, en cierto modo, coreográfico, que, además, recoge ecos poéticos de Andrés Estellés a modo de sentimiento patriótico (no se habla de la España vaciada, pero sí del País Valenciano despoblado). No está mal que se aborde una realidad candente desde los escenarios públicos; más cuestionable parece que para dar un atisbo de “verdad” a la cosa se recurra a elementos coetáneos que, sin embargo, no resultan convincentes. Jugar con lo ficticio y lo auténtico no muchos saben hacerlo y, en todo caso, ya sabemos que el teatro es algo ficticio, pero debe mostrarse verosímil y, sobre todo, estéticamente sugestivo. Quizá haya quien viendo este montaje recuerde aquella magnífica Trilogía de la Juventud de La Cuarta Pared o, más cercanos, algunos de los trabajos de Carla Chillida y A Tiro Hecho, pero otros hemos tenido la sensación, posiblemente errada, pero quizá inevitable, de estar ante una propuesta al estilo de Escena Erasmus; eso sí, con una mayor linealidad narrativa y con más medios económicos, pero sin la excusa del carácter estudiantil y no profesional. Para mí no hay dudas, Isabel Martí lleva tiempo despuntando, como actriz, como directora y como dramaturga, abundan los ejemplos de sus logros, pero da la impresión de que aquí, como les ha pasado a otros muchos creadores, la máquina de la Administración ha difuminado y ocultado su brillo. Habrá más ocasiones.