Tengo veinticinco años y a veces me da miedo pensar que pronto estaré más cerca de los treinta que de los veinte. Ya no soy tan joven. Años atrás, cuando empecé a advertir las huellas de la edad en el rostro de mis padres pensé que llegaría un día en que no podría mirarlos a la cara. Que verlos envejecer me dolería tanto que preferiría no ver. Mis abuelos ya han llegado a ese momento en que todo parece tiempo de descuento. Les cuesta valerse por sí mismos y a veces la carga para los que cuidan de ellos (mis padres) es tan grande que una preferiría que muriesen. Que más vale estar muerto que muerto en vida.
Les cuento todo esto porque no es algo que solamente me suceda a mí. Es la vida. ¿Cuándo dejamos de ser jóvenes? ¿Son nuestros mayores un espejo negro en el que mirarnos? ¿Son nuestros cuerpos una jaula? ¿Somos los mismos con veinticinco años que con ochenta? ¿Qué hay de nosotros en el yo de mañana? ¿Qué nos queda al final de la vida? Sobre todas estas cuestiones se pregunta y reflexiona Paco Plaza (València, 1973) en su nueva película, La abuela, escrita por Carlos Vermut, que, tras pasar por la última edición del Festival de San Sebastián y del de Sitges, llega este viernes a las salas de cine.
En la línea de Verónica (2017), desde el género de terror, el director valenciano sigue hablando sobre la presencia de la muerte en la vida. Pero si en aquella lo hacía centrándose en el tema del miedo a crecer y del duelo no superado, en esta última aborda la cuestión del miedo a la vejez, el modo como vivimos el envejecimiento de las personas que amamos. Como el mismo director ha dicho en varias ocasiones, en realidad se trata de “una película de posesiones en la que el demonio es la vejez”. La abuela cuenta la historia de Susana (Almudena Amor), una joven modelo -en la película tiene veinticinco años, y sí, es joven- que de un día para otro tiene que dejar su vida en París para regresar a Madrid y cuidar de su abuela (Vera Valdez), que acaba de sufrir un derrame cerebral. A partir de aquí, prefiero no contar más. Mi mejor consejo es que vayan al cine y que la vean sin saber mucho de ella. Que disfruten de la película y que luego lean lo que quieran.
Decía Pere Gimferrer que para directores como Rossellini, Orson Welles o Scorsese hacer cine era contar bien -es decir, de modo personal- una historia en imágenes. Algo que en realidad pocos consiguen. En este caso, Plaza lo hace. De partida, la apuesta no es fácil (y aquí se nota la sobriedad y la imaginación de Vermut en el guion): narrar en un solo espacio y con dos actrices (una de las cuales no habla prácticamente nada) el horror que hay en la vejez, los conflictos y dilemas que implica. Prácticamente toda la película o el núcleo de ella transcurre en la casa de la abuela, y ahí es donde entra en juego una de sus grandes virtudes: la extraordinaria puesta en escena y el lúcido uso del encuadre. Plaza coloca la cámara donde mejor se ve lo que ocurre delante porque ahí está lo importante: en la expresión de las actrices (ambas están increíbles) y en los recursos que utiliza para contar la historia, en su poder simbólico. Los relojes, los espejos, los cristales, las fotografías y los retratos, un juego de muñecas rusas, una jaula con un pájaro que está y no está, un sillón, los cuerpos desnudos, la música, los sonidos. La película está repleta de elementos que hablan con sugestión y delicadeza del paso del tiempo, de la soledad, del significado de la belleza, de la idea de la identidad a lo largo de los años, de ser uno y muchos a la vez, de lo que hemos sido y ya no somos, de verse a través del otro, de ver en nuestro rostro de hoy nuestro rostro mañana.
Decía también el mismo Plaza que el terror es una de las formas más poéticas de contar lo que nos pasa como sociedad. Hay películas que lo consiguen. La abuela es una de ellas. Paco Plaza ha hecho una película durísima y emocionante. Tan oscura como hermosa.