NEL DIAGO: Hablar de La Zaranda y decir barroco es todo uno. Y más en este nuevo y último montaje, donde se juega de manera tan evidente con conceptos como el desengaño (del mundo), donde se dibujan escorzos y claroscuros sobre el escenario, donde se perfilan caminos y encrucijadas, túneles y laberintos, estigias y leteos, donde el calderoniano gran teatro del mundo se muestra en la caverna prisión del príncipe Segismundo o el actor que lo encarna función tras función, donde no cabe más escapatoria que la imaginada del caballo Clavileño que ideó Cervantes para sus personajes Quijote y Sancho. Pero es, posiblemente, Francisco de Quevedo, el poeta metafísico, el que junta pañales y mortaja, el que ha quedado presentes sucesiones de difunto, el que nos advierte que vivir es caminar breve jornada, el referente más preciso y más precioso de del arte sin igual de La Zaranda que, para la ocasión se cita y se recrea, recordando obras anteriores, cuyas imágenes y cuyos textos son los restos valiosos que nos quedan tras pasar por el cedazo, por la criba, por el filtro del tiempo (magnífico el empleo de la zaranda, así en la mina como en el cenit). Brillante como siempre Paco Sánchez, al igual que Gaspar Campuzano y Enrique Bustos, en la labor actoral, y también, para el caso de Paco de la Zaranda, en su trabajo de dirección escénica, que sabe integrar lo esencial y descartar lo superfluo y gratuitamente espectacular, y que hasta cuando recurre a la cita paródica (Marx Brothers) lo hace con estilo propio e inconfundible. Teatro sagrado, como reclamaba Peter Brook.