El asturiano Rodrigo Cuevas lo tiene todo para ser – si es que no lo es ya, uno que diría que sí, sin duda – una de las grandes estrellas de la música pop (ular) hecha en España. Vocalista notable, instrumentista versátil, inteligente frontman de carisma natural que resuelve cualquier situación con arrobas de desenvoltura, sin necesidad de recurrir a la chanza fácil, esa que tanto buscan otros artistas que frecuentan un registro más o menos igual de provocador. Y lo que es más importante aún, profundo conocedor de los palos de un folk tradicional (astur y también gallego) a los que insufla un hálito digital con los que sacudirles el polvo y ponerlos en sintonía con los tiempos que corren, tal y como otros músicos de su generación (Maria Arnal i Marcel Bagés, Califato ¾, Baiuca, Los Hermanos Cubero y tantos otros) vienen haciendo en las últimas temporadas desde otros rincones de la península. Por si fuera poco, durante casi la mitad de concierto se dirigió al público en un correctísimo valenciano. Esa misma lengua que muchos nacidos y vividos aquí se obstinan en desconocer e incluso despreciar, ni siquiera para algo tan sencillo como optar a trabajar en la función pública atendiendo al contribuyente – es decir, quien le paga su sueldo – en cualquiera de sus dos lenguas oficiales.
No puede obviarse que la participación de Raül Fernández “Refree” fue esencial para que Manual de Cortejo (2019), su último álbum, supusiera un enorme salto adelante en su carrera. Pero la forma en la que Rodrigo Cuevas escenifica y prolonga el hechizo de esas (y otras) canciones con la única ayuda de la percusión y programaciones de Juanjo Díaz y el contrabajo, palmas y vocoder de Mapi Quintana, desde una perspectiva muy minimalista, hace que todo lo que toca, ya sean coplas, fandangos, muñeiras o xiringüelus, suene redimensionado por su capacidad para trasladar ese pálpito casi ancestral a nuestro presente. Reivindicando esas cosas que nunca pueden pasar de moda, por mucha hondura que nuestro presente, tan emocionalmente atrofiado por una hiperdigitalización que ensalza el gesto superfluo y desdeña el fondo, le pueda restar: el amor, el galanteo, la pasión, los pequeños detalles cuya emoción no requiere ser compartida a través de una pantalla con cientos de desconocidos, y la libertad para manejarse por la vida. Pero la libertad de verdad (esa que nunca impulsaron quienes ahora van de adalides de la libertad), la de ser fiel a uno mismo sin herir a nadie y sin miedo a que lo lapiden, como les ocurrió a Rambal o a Milia la Miruxana, dos de los históricos protagonistas de sus canciones.
El público acabó aplaudiendo a rabiar, y salió de La Rambleta con un – lógico – subidón que casaba mal con el toque de queda que ya nos amenazaba. Y con muchas ganas de que no tarde en volver. Ojalá sea así.