El viajante empieza allí donde debería concluir The fool (2014), un film soviético que gira en torno a una comunidad de vecinos empeñada en vivir en un edificio destartalado. Lejos de mostrarse traumático, aquí el desalojo de un grupo de familias iraníes sucede sin armar ningún alboroto, como una cuestión lógica de supervivencia. Ashgar Farhadi, cineasta iraní comprometido que, de momento, a diferencia de Abbas Kiarostami o Jafar Panahi, ha sido capaz de no llevarse mal con el régimen, muestra en principio la cara más civilizada de su país. Según este cineasta, el ciudadano iraní es resolutivo, desarraigado, tiene una gran capacidad migratoria. Pero como ocurre en cualquier rincón del mundo, éste pierde también el control de sí mismo cuando la grieta no es física, si esa herida abierta atenta contra su subconsciente. Stanley Kubrick decía que en una película un acontecimiento importante nunca debía situarse fuera de la pantalla. Una ley que, como todas en el arte, puede transgredirse. No deja de ser significativo que la situación extraña que desencadena toda
la intriga, el drama esencial de El viajante, sea una secuencia ausente. A diferencia del cineasta norteamericano, Ashgar Farhadi funciona por omisión. Nunca sabremos por qué desaparece Elly (A propósito de Elly, 2009), con quién decide quedarse la hija de Nader y Simin, una separación (2011), por qué varían tanto los sentimientos de los protagonistas de El pasado (2013). Mientras una inmensa mayoría de cineastas cae en un exceso de imagen, Farhadi construye un cine que elimina certezas (lo visible) y se centra en los efectos (aquello que
desencadena lo invisible). El mismo héroe de El viajante que, ante una situación desagradable, da una lección de tolerancia magistral a uno de sus alumnos, se muestra sensiblemente perdido al no haber presenciado determinada agresión. Los vínculos que tiende con la obra de
Arthur Miller, Muerte de un viajante, son quizá lo más evidente. Como el personaje que interpreta en escena, Willy Loman, el profesor sufre un proceso degenerativo: se duerme en clase y le domina su resentimiento. Su falta progresiva de empatía se traduce en un desplazamiento de su mujer, que casi todo el metraje ocupará un lugar discreto en imagen. En Sudamérica, sin embargo, la película se ha estrenado como El cliente. Allí han destacado el binomio vendedor/cliente, que el protagonista se mude a una nueva casa que le alquila el gerente del teatro. Nuevo vínculo, pero esta vez con un espléndido film de Polanski. Como en El quimérico inquilino (1976), los hilos emocionales del protagonista están supeditados al anterior ocupante de la vivienda. Una presencia, que como todo lo invisible, será crucial antes del definitivo derrumbe.