ENRIQUE HERRERAS: Hay dos tipos de escena en el ámbito operístico (también, en cierta manera, en el teatral): los que buscan soluciones contemporáneas a los libretos clásicos y los que inventan un artificio escénico, o un zapato escénico (por ser un tanto metafórico) para hacer que la obra orinal que se quiere montar entre con calzador en dicha propuesta. Si preguntara al espectador sobre qué tipo de director creen que es Katie Mitchel, a raíz de su experiencia con puesta en escena de esta producción del Dutch National Opera (Ámsterdam), no sé lo que contestaría. Yo sí que respondo que, sin duda, es de los segundos. Y, cuidado, lo digo porque sea defensor de un clasicismo estético, porque quien me ha leído sabe que soy todo lo contrario: un defensor a ultranza de las lecturas contemporáneas de los clásicos. En este caso, creo que con ejemplo quede quedar claro lo que quiero decir. Se imaginan que la obra Bosas de sangre, de García Lorca, se enmarcara en una oficina o un hotel moderno. ¿No perdería su fisonomía ruralista? ¿No se debiera de hacer una mirada actual a dicho ruralismo, sin que ello dilapide su sentido? A este respecto siempre recuerdo el Cavalleria rusticana.
En este caso creo que esta puesta en escena (a partir, no me olvido, de una dramaturgia de Klaus Bertisch) que se convierte en todo momento en un enemigo para disfrutar de la música del checo Leos Janácek, y de un libreto, de un argumento atroz, emocionalmente potente. La solución de convertir a Jenufa y a la Abuela en oficinistas, no tiene nombre. No niego la atracción del montaje, la pulcritud del espacio escénico, alguna simbología, e, incluso, el notable movimiento escénico, diferente a esta ópera estrenada por primera vez en 1904.
Lo cortés no quita lo valiente. Por ello remarco una buena dirección actoral a los/las cantantes. Sobre todo, fueron magníficas las interpretaciones de las dos mujeres protagonistas: unieron su virtuosismo vocal con talento interpretativo. En primer lugar, la soprano estadounidense Corinne Winters pintó una Jenufa muy convincente y sutilidad máxima. Sensibilidad a flor de piel (y de la sangre interior) también en una coloratura vocal que alcanza su cenit en el Ave Maria. En segundo lugar, o en primero también, como se quiera, brilla rotundamente Petra Lang (Kostelnicka): presencia escénica altisonante y voz vigorosa: firme en los graves y radioactiva en los agudos. Con los varones, el entusiasmo se rebaja un tanto. Brandon Jovanovich (Laca) mantiene el tipo en el canto y Norman Reinhardt (Steva) le faltó algo de proyección vocal, así como se quedó corto a la hora de expresar un objeto de deseo. No me olvido de la mezzosoprano rusa Elena Zaremba (Abuela), o de las sopranos valencianas Amparo Navarro (Alcaldesa) y Quiteria Muñoz (Barena), como tampoco del Cor de la Generalitat, preciso, como siempre. Brilló en todo momento la batuta del valenciano Gustavo Gimeno, volvía muy crecido al foso del Palau de les Arts ocho años después de su debut con Norma. Crecido y triunfador al extraer de la Orquesta de la C. V. muchos kilovatios de sonido resplandeciente, cristalino, dando lugar a ahondar en las atmósferas teatrales, de Janácek. En suma, ese vigor orquestal y fibra dramática, innegociables en esta pieza que sigue trasmitiendo la renovación en el trascurrir del siglo XIX al XX. No se lo pierdan, aunque a veces cierren los ojos.