Mi admiración por la obra de Chéjov (1860-1904) viene de lejos. Si bien esta se ha centrado en el teatro, tengo que reconocer que hay una película que me ahondó en mi relación con el autor ruso. O, en todo caso, con Tío Vania, una de sus obras maestras junto a La gaviota y El jardín de los cerezos. Me refiero Vania en la Calle 42, en su magnífico filme, Louis Malle demostró que esta pieza no necesitaba ni de grandes escenarios ni de parafernalia, ya que lo más importante son las auto-revelaciones de los personajes.
Leer y ver -si es un buen montaje, claro- a Chéjov siempre me produce una especie de catarsis, en el sentido griego de purificación. Todo gran autor nos plagia, porque sabe decir lo que los demás solo intuimos. Chéjov es así, convierte al personaje en alguien que está vivo ante nosotros y se alimenta para volverse más real de lo que nosotros sentimos y somos.
Con esta producción del Lliure y de Temporada Alta, se ha saciado sobradamente mi apetito chejoviano; pero, ahora, ya no en la Calle 42, sino en la Calle de las Barcas, es decir, en el Teatro Principal, que con esta obra recupera ese nivel escénico que pide este espacio. La clave está en la puesta en escena radiante y radioactiva del lituano Oskaras Koršunovas. Digo esto, lo subrayo, a pesar de que en el ámbito de la dirección de actores puede abrir una polémica. Me refiero a los toques de distanciamiento que añade el director a la tónica tradicional de buscar el mayor naturalismo para representar al médico escritor. Sin embargo, hay algo que muchos olvidan: lo importante no es el “como si” fuera real, sino la organicidad. Y este montaje es orgánico hasta en la médula, hasta en los momentos de buscada brocha algo más gorda. Por tanto, el trabajo tiene la letra y la sangre chejovianas.
Esto queda patente en la labor actoral de un elenco imponente y pluscuamperfecto, encabezado por un Julio Manrique (Vania) que está que se sale. Todos dan cuenta de esos “hermosos vencidos” (como diría Leonard Cohen), y, en definitiva, personajes chejovianos (el tedio, la vida malgastada, el amor no correspondido o el trabajo inacabable…) que habitan, en este caso, en un espacio escénico tan bello como efectivo (Gintaras Makarevicius), muy bien iluminado (Ganecha Gil), aderezado por sensitivos audiovisuales (Artis Dzerve) y redondeado con un magistral universo sonoro (Antanas Jasenka)