La presente versión escénica de Madama Butterfly, una de las obras más divulgadas del repertorio operístico, me recordó el filme Hiroshima, mon amour, la obra maestra de Alain Resnais y, de paso, de la Nouvelle vague. Lo digo, sobre todo, por la idea de plasmar el segundo y tercero acto a partir de una estética y clímax relacionada con la destrucción de atómica que sufrió Japón al final de la Segunda gran guerra. Ello no evita para que se pueda discutir y debatir sobre el señalado invento escénico de Emilio López. Me temo que este no tiene que ver con la historia, ni le añade profundidad, y que tan solo se propone para acentuar un efectismo escénico. Es evidente, por otro lado, que la desolación de Butterfly poco tiene que ver con la destrucción atómica. Pero, finalmente, como espectadores, nos vamos adaptando a un modo de relatar que, como en la película de Resnais, se funde una historia íntima con un gran acontecimiento histórico. En realidad, más allá de exotismos, la obra retrata un mundo de amor y sueños que es destruido por la cruda realidad.
Eso es lo valioso, en última instancia. Valía que se produce a raíz de un armonioso conjunto artístico: la atractiva escenografía de Manuel Zuriaga, con un diseño, en la primera parte, ungido de una fina estética japonesa, exótica pero muy lejos de ser una postal; y una segunda que ofrece con efectividad la desolación posnuclear; un vestuario (Giusi Giustino) bien avenido; un notable uso de la luz (Antonio Castro), aunque en el segundo acto pecó de exceso de oscuridad que nos impedía ver bien al expresiones de los/las cantantes; y de manera especial, quiero mencionar los magníficos vídeos de Miguel Bosch.
A ello se une una correcta dirección de actores, incluso con algún riesgo como la escena del suicidio de Cio-Cio-San que, si bien teatralmente no termina de convencer, el efecto de la imagen del fondo de la sangre, convierte en un momento tan sensitivo que una lluvia fina volvió inundar los ojos.
He dicho corrección de la dirección de actores, pero esta acaba siendo magistral a la hora de valorar la interpretación de Marina Rebeka. Es evidente que el gran peso de esta pieza la sostiene la casi siempre presente M. Butterfly. También, por ello mismo, es una ópera de soprano, pues todas las piezas se mueven a su alrededor en el tablero y es la soprano el origen de la acción. Lo no evidente es que la soprano letona hace un completísimo y envidiable papel: gran nervio vocal y presencia conmovedora y expresiva: sobrado volumen y registro muy homogéneo. Y lo más sorprendente, por lo dicho: el canto se funde, de maravilla, con su evolución psicológica. ¡Butterfly, mon amour!
Cristina Faus brilló en la siempre difícil Suzuki. El dúo con la soprano “gettiamo a mani piene” del segundo acto se convirtió en relampagueante dueto que fusionó dos coloraturas de voz. El Pinkerton de Marcelo Puente fue más completo (salvo alguna sobredosis de emoción en la escena final) en su interpretación que una voz a la que faltó un punto de proyección. Más redondo se mostró el barítono Ángel Ódena (Sharpless): impecable, resonante y vivo canto.
Un gozo perderse de nuevo por este melodrama maravillosamente desmesurado de Puccini. Maravilloso, sí, pero si la delicadeza, la agudeza y la perfección que contiene la partitura se encarna en una sobresaliente dirección musical. En este caso, la batuta del veterano Antonino Fogliani lo es. Y eso que no quiero compararlo con las anteriores experiencias en las que Lorin Maazel alcanzó los cielos. Pero eran otros tiempos, otras dimensiones a las actuales más acordes a nuestra ciudad. Una ciudad que, eso sí, sigue teniendo una orquesta de primera: puso irradiación, pátina y ardor al asador musical, y un magnífico Cor que volvió demostrar los quilates que vale. ¡Todo por Butterfly!
Foto:LesArts.