ENRIQUE HERRERAS: “Érase un hombre a una nariz pegado” es un soneto muy comentado por los estudiosos de Quevedo, sin duda por su valor paradigmático. En este caso, la nariz paradigmática de la Fura está pegada a la ópera, y. en concreto. a la de Richard Wagner, aquel impulsor de lo que todavía se denomina “teatro total”. Esto acontece cuando la Fura ya hace años que ha sido domada, y ha dejado de romper coches a crear ingeniosos armatostes y un siempre imponente material videográfico para la ópera. De manera concreta, la ópera compuesta por el cráneo privilegiado alemán, como ya vimos y admiramos en la imborrable tetralogía.
Con este montaje, estrenado por la ópera de Lyon, en 2011, firmado por Alex Ollé, el reto de encuentra en Tristán e Isolda, considerada como su obra maestre. En esta ocasión la propuesta escénica es más comedida (síntesis, el hechizo de los detalles…) que, en otras ocasiones, buscando el lenguaje teatral justo y preciso para estalle la música y esta radioactiva tensión emocional que representa un libreto que ocasionó en su tiempo una ola terrible de suicidios. Comedida, pero sin perder ingenio en una teatralidad que va más allá de lo ser meros efectos (que también lo son; sello Fura). Puede que el primer acto necesitara algo más que un rodeo a un bello y oscuro mar iluminado por una luna como salida de Star Wars. El trabajo teatral (escenografía de Alfons Flores) del segundo acto, con esa media luna partida convertida en jardín, es, teatralmente hablando, portentosa (además de ayudar a la proyección de la voz). Y la propuesta del tercero, cuyo cometido era expresar el mundo interior a modo de una madriguera, fue sugerente. Y discutible. O mejor, debatible. Lo que no lo es, es la escena final. Y tampoco la siempre viva iluminación (Urs Schönebaum) y las videocreaciones (Franc Aleu) que servían de corazón del “daño sentimental” que acontece en las tablas.
Esto me lleva directamente a lo que estuvo debajo de dichas tablas: una orquesta de la Comunidad Valenciana que, bajo de la batuta de James Gaffigan, logró expresar, de manera impactante (con control de las múltiples descargas y minas armónicas wagnerianas), esta sima de este misterioso psicodrama. Esta melodía que busca horizontes lejanos, que nunca tiene fin (sello Wagner).
Esta música que desborda un rio de sufrimiento de dos hermosos vencidos. Un inmenso delirio a dúo cuyos intérpretes se dieron a fondo: física y psicológicamente. Esto último ha sido siempre el punto débil de la Fura (aplausos). Del tenor estadounidense Stephen Gould brotó una voz potente y resonante voz, pero llenó el ambiente de cierta frialdad. No fue el tenor heroico que siempre se pide para este papel, pero no el niego el pan, ni una micra de sus merecidos aplausos por su titánico trabajo. Tampoco podemos hablar de una maravillosa Isolda. En todo caso, Ricarda Merbeth impuso una voz firme (agudos bien matizados) y vibrante sentimiento. Lo que nadie dudó, y se vio en los aplausos, es el reconocimiento de Ain Anger y su rey Marke, interpretado con una voz sellada y distinguida (notables armónicos). No puedo de dejar de destacar la ecuánime voz de mezzo de Claudia Mahnke (Brangäne). Tampoco puedo obviar a Kostas Smoriginas, quien consumó sobradamente el fiel Kurwenal.
Y si no fue “teatro total” en pleno, tengo que decir que todo supo a gloria en el estado de hipnótico que provoca este clímax mitológico, este venenoso, turbador y bello sueño cruel que, finalmente, dejo de gustar a Nietzsche. Pero eso es otra historia.