Carol Rocamora logra con esta obra un milagro: convertir al propio Chéjov en personaje chejoviano. No solo a él, sino también a Olga Knipper, la actriz que el escritor conociera en un ensayo, y que después se convirtiera en su amante; luego, en su mujer. Y, ¿qué quiere decir este calificativo? Un personaje de carne, huesos y verdad. Chéjov fue un buen médico que supo diagnosticar el corazón humano. Y aunque mostró ternura y delicadeza en sus personajes, buscó siempre cierto distanciamiento. Es evidente, un médico no puede estar llorando todo el día por sus enfermos. Propuso, por tanto, compasión y distancia.
Chéjov, con su obra, cambió el conocido título de Artaud (El teatro y su doble) por otro, La vida y su doble… Ese doble que aparece en esta obra inspirada en la correspondencia (412 cartas) entre la actriz y el escritor. El resultado son dos personajes con un aliento tan humano, que bastan para que un escenario recobre su sentido. Se hablan, y hablan de la vida, del tiempo en todos los sentidos; también el climatológico, tan importante en esta relación de grandes ausencias.
Vemos a Chéjov opinar sobre los montajes de sus obras de Stanislavski (quien le dio a conocer mundialmente), y protesta porque cree que El jardín de los cerezos es una comedia y no un drama. No puede evitarlo, tiene que poner siempre un tonito de humor, como en los segundos antes de su muerte, cuando pide una copa de champaña. Ya muerto, todo se interrumpe, por el ruido del corcho.
Todavía tengo latidos del montaje que Peter Brook presentó 2003 en Valencia, después de que el director recibiera un premio mundial que nunca entendió (eran tiempos de Consuelo Císcar). Latidos también de las interpretaciones de Natasha Parry y el gran Michel Piccoli. Este nuevo montaje, firmado por Santiago Sánchez, resta el tono crepuscular de aquel, para ser más terrenal (con mayor movimiento escénico, ritmo y búsqueda de teatralidad). Un trabajo, en fin, resuelto con esmero y eficacia. Echo en falta de ver, de alguna manera, algunos primeros planos de los intérpretes, o sentir algo más el frío y el placer del buen tiempo, pero el ascetismo de efectos ha querido reinar en el escenario. Sobra exceso de ilustración del texto en algún momento, hay alguna duda sobre el vestuario, pero el edificio se sostiene bien con dos actores, y una música lejana, en momentos. Sutilidades que unos luminosos intérpretes (Rebeca Valls y Josep Maria Casany) resuelven con veracidad, sentido y sensibilidad (y fino humor). Amor a unos los personajes (se nota) que se anhelan y se extrañan.
Puede que en las próximas noches tenga muchas cosas importantes que hacer, incluso ir al cine a ver efectos especiales, deje algunas de ellas y acuda a lo más provechoso, a conocer lo que ocurrió entre Antón y Olga.