Cartelera Turia

CUENTO DE INVIERNO, de Andrea Moliner. EFÍMERO

ANDREA MOLINER: “Recuerdo que llegaron a la fiesta diciendo que se habían acercado hasta la Malvarrosa para contemplar la playa nevada y ver las olas moviéndose por encima de la nieve, y que aquello había resultado ser el espectáculo más hermoso que habían visto. Sentí una envidia infinita de ellos.”

El año que nevó en Valencia, Rafael Chirbes.

Lo recuerdo como si fuera ayer. La ciudad se levantó inusualmente pálida tras una noche de incertidumbre climática. Al despertar, las calles lucían montañas de hielo. Las iglesias coronaban el cielo con sus campanarios blancos. Bóreas, el arquitecto del frío, esculpió carámbanos al alba. Ir al trabajo se convirtió, según a quién preguntases, en una auténtica aventura o en la peor de las pesadillas. Una odisea en la se perdieron la paciencia, las ruedas del coche o el equilibrio tratando de vencer a las dictatoriales manecillas del reloj.

Y esa playa, lugar de mis primeros y más felices regalos de la memoria.. Esa playa se llenó de excitación. De nuestras casas salimos corriendo hacia aquella nívea alfombra, habitualmente húmeda, hoy convertida en el mayor parque de atracciones imaginario de la historia. Aún no habíamos aprendido a manejanos con la palabra “perecedero” y ya valoramos, inconscientemente, el peso de la nieve en nuestras manos mientras inventábamos mil y un maneras de emplearla. En la orilla, un muñeco se alzaba capitaneando un gélido horizonte de aguas grises. Alguien le había colocado un sombrero sobre la deformada cabeza resaltando un cómico patetismo, una caricatura a ese padre ausente, serio, autoritario. Un padre como el mío. Capaz de hacer temblar los cimientos de nuestra casa en la Plaza del Rosario con un simple bofetón en la mejilla. Por supuesto, aquella insólita mañana tampoco estuvo.

Los padres que sí presenciaron la Malvarrosa convertida en un campo burgalés en pleno invierno se quedaron petrificados, boquiabiertos. Como embaucados por un poderoso hechizo o por el frío calándoles hasta los huesos. La sorpresa devino entonces en amplias sonrisas, rompiendo las costuras de tantos años de sufrimiento, hambre y silencios. Los restos de la riada que arrasó la ciudad el año anterior parecieron evaporarse en la bruma glacial que envolvía los juegos e improvisadas fotografías tomadas durante aquella jornada. Si Sorolla hubiera vivido en los 60, seguramente habría retratado su adorado Mediterráneo de aquella guisa. Blanco y con niños construyendo castillos de escarcha a pocos metros de él.

De pronto, una mano rozó mi hombro. Al girarme, una niña de rubias trenzas y pecoso rostro me llenó la cara de nieve y espesa arena. Jamás la había visto, no me sonaba del barrio, tampoco del mercado. Tenía pinta de haber salido de un palacete de la Calle Caballeros o de uno de los chalets de Blasco Ibáñez. Tanto daba. La cuestión es que la boca me sabía a sorbete terroso y quise devolvérsela. Salí corriendo, pero ella era más rápida. Tropecé, el hueco en la nieve que hice con la rodilla me frenó en seco. La niña se alejó hasta perderse entre la multitud de chiquillos allí congregados, sepultada en medio de una eufórica contienda de bolas de nieve. Jamás la volví a ver.

Perdí la noción del tiempo. Encapsulado en un momento de alegría suprema olvidé que tenía un padre fantasma, una madre bajo tierra y unos hermanos a los que debía cuidar y que probablemente no andarían muy lejos. Saltando, dando volteretas o jugando a las palmas mientras el humo salía por sus infantiles gargantas. Solo el grito de una madre llamando a sus hijos a cenar me sacó del sueño de aquel once de enero. De la ensoñación a la que regreso, como quien regresa a los brazos de quien te ha sostenido contra viento y marea. Sobre todo ahora que, encapsulado, parto rumbo a un planeta desconocido. En busca de esa supervivencia negada en una ciudad engullida por un desértico averno. Tal vez aquella histórica nevada fuese el principio del fin y que su potente embrujo nos distrajo de la cruda realidad. La misma que por aquel lejano 2022, cuando el ensimismamiento producía monstruos, predicaba lo que nadie deseaba escuchar: que lo peor, como siempre, estaba por llegar.

 

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