“Empezaba a descubrirme a mí mismo. Yo no era casi nada, a lo sumo una actividad sin contenido”, anota Jean-Paul Sartre en Las palabras (1963), su autobiografía infantil, esa obra por la que se le concederá el Premio Nobel.
El joven Sartre se piensa muchos años después como mera existencia, puro devenir. El propio autor revela en Las palabras un dato muy conocido: “era huérfano de padre”.
Sartre se educa con su abuelo. Creerá no deberle la vida a nadie: no hay un padre que invista o que constituya, pues la actividad de vivir, de formarse, es una tarea exclusiva de cada uno, de cada individuo solitario que llega al mundo y que debe consumar su propia obra.
“Hijo de nadie, fui yo mismo mi propia causa, colmo de orgullo y colmo de miseria”, confiesa ufano. “Nací de la escritura: antes de ella, no había sino un juego de espejos; desde que escribí mi primera novela, supe que un niño se había introducido en la sala de los espejos. Al escribir, existía, escapaba de las personas mayores”. Se debatirá constantemente entre la conciencia de “mi insignificancia” y la evidencia personal de ser el “autor de futuras obras maestras”.
La torrencial escritura de Sartre, alguien que frecuentará todos los géneros, es la consecuencia de aquella necesidad: el resultado de esa testarudez con la que ha querido hacerse a sí mismo. En muchas obras expresará esa pulsión, esa necesidad infantil, pero tal vez en ningún texto lo sabrá decir mejor que en una charla de 1945: El existencialismo es un humanismo. Entonces, Sartre confiesa no ser pesimista. Según se ve a sí mismo, es un escritor que declara su fe en la capacidad creadora de los jóvenes. Haré de mí “un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto”. ¿Por qué razón? Porque “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”.
Así, aquel niño que empieza a crearse con las palabras —ese joven que se forja a sí mismo— elige, pero sobre todo se elige y por tanto opta por una clase especial de humanidad. En efecto, “al crear al hombre que queremos ser”, dice, implicamos a la humanidad en su conjunto, definimos un tipo especial de individuo y de relaciones.
Esa concepción supone comprometerse con la humanidad, incluso equivocándose. Y, en efecto, el compromiso será decisivo en Sartre al hacer de él un intelectual. Se compromete en un doble sentido: por tener proyección pública se vincula a determinadas causas y, por eso, se pone en aprieto. No es una vida cómoda. Puede errar y, en efecto, Sartre cometerá errores gravísimos y abdicaciones culpables. Ahora bien, mientras es coherente consigo mismo su coraje le viene de esa libertad en la que quiso creer desde jovencito, esa libertad en la que la batalla moral no está ganada de una vez para siempre. Siempre que elige, siempre que opta en este o en aquel instante, el intelectual libra un combate que tiene mucho de incierto y de heroico.
La figura del intelectual es una invención propiamente francesa, un modo de expresarse, de objetar, de hacerse valer para criticar al poder o para remover esclavitudes. ¿Quiénes intervienen o se implican? ¿Los escritores? Si se emplean los recursos del intelecto parece lógico pensar que sean éstos, los escritores, aquellos a quienes se les reviste con esa segunda piel. Pero el intelectual no lo es porque escriba o porque cultive la prosa o el verso. Es sobre todo alguien que se vale de la fama que le da su excelencia para enjuiciar aspectos que no tienen que ver con sus tareas ordinarias.
Jean-Paul Sartre, al que tantas cosas le podemos reprochar, hizo valer la facilidad prolífica de su prosa para hablar de todo. Levantó su voz e incluso su desaliñada, su desaseada efigie, se empecinó en causas dignas o erradas, agravió a los poderes, logró el beneplácito de sus compatriotas. Siempre pronunció la palabra más radical, la más precisa o la más destemplada. Acabará convirtiéndose en un patrimonio de Francia.
Y asombrará a todos con su empeño creativo, con su gigantesco patrimonio escrito, con su proclama en favor de la responsabilidad individual. Con sus errores.
Aún lo admiramos y de él nos apartamos.