Hace unos años vi una película de terror, aunque no pertenecía al género de miedo. ¿Su título? RAF. Facción del Ejército Rojo (2008), de Uli Edel. Sus protagonistas: Martina Gedeck y Bruno Ganz, entre otros. Es un film que se deja ver, aunque peque de un prolijo didactismo. Está bien interpretado, pero los papeles son planos y previsibles. ¿Acaso por estar mal perfilados? No. Tal vez, las personas en que se inspiran estos personajes eran planas y previsibles.
En el film de Uli Edel asistimos con verismo y realismo al nacimiento de una banda terrorista en la República Federal de Alemania: la Fracción del Ejército Rojo. La historia se desarrolla entre 1967 y 1977. En efecto, por entonces, la República Federal se ve sacudida por los ataques de este grupo, que se profesa anticapitalista, antinorteamericano y hostil a las multinacionales. Comienzan robando bancos, entidades desprotegidas, y con dichas acciones aspiran a constituirse como organización armada.
Es el suyo un izquierdismo extremo, según lo teorizan sus líderes máximos, Andreas Baader y Ulrike Meinhof. Están dispuestos a acabar con la arrogancia imperial de Estados Unidos. Eso dicen. Se valen de un marxismo tercermundista, con golpes espectaculares, con secuestros de grandes directivos de la patronal, alimentando así los focos de la revolución. Eso creen.
La respuesta del Estado será implacable y violenta, y aquí, en el film, ese Estado lo encarna Bruno Ganz. No les voy a contar la película, ni voy a revelar lo que quizá ya saben. Lo que quiero indicar es la particularidad de su circunstancia: la de sus protagonistas reales.
Gentes como Andreas Baader y Ulrike Meinhof tienen, durante un tiempo, inclinaciones revolucionarias. Deciden organizar y vivir la lucha armada con disciplina militar y algo de hippismo. No son hijos pobretones de las clases subalternas, sino jóvenes con prisas, indignados, algo leídos y, sobre todo, intoxicados por un discurso autosuficiente. A algunas personas no hay nada que les estimule más que expresarse en jerga. El lenguaje nos distingue del enemigo y nos aúna frente al oponente. En ese caso, inspirados por el ejemplo del Che y el foquismo, los dirigentes de la RAF piensan que los ataques con comandos armados pueden desarbolar la vigilancia o la defensa, el corazón del Estado o el núcleo del capital.
Hablo de los años de plomo, aquellos setenta en que una parte del izquierdismo opta por las armas. Cuando todo esto ocurría, yo era muy jovencito, pero pude documentarme sobre Baader y Meinhof, cuyas actividades sobrecogían. Me llamaban la atención sus embestidas, su temeridad, pero también la firmeza de su lenguaje. La jerga era remotamente leninista y explícitamente tercermundista, aunque con acento de guerrilla urbana, en ocasiones trotskista o maoísta. Se veían como justicieros que atacaban el corazón de las instituciones, de un Estado policial –eso decían– vendido al imperialismo.
La historia de Andreas Baader y Ulrike Meinhoff ha sido contada muchas veces. Los estudiosos que se han ocupado destacan el papel de Berlín en el germen del terrorismo, la ciudad que atraía a estudiantes provincianos y deseosos de experiencias, estudiantes que allí se liberaban de las restricciones paternas. Destacan también el factor belicista de la Guerra Fría, los frentes abiertos con la URSS, y Alemania como espacio de choque, con la imagen de unos Estados Unidos como potencia militar arrogante.
Destacan asimismo el papel de los jóvenes alemanes, una parte de los cuales se avergüenzan culpablemente de lo hecho por la generación anterior, pero también de la sociedad de consumo: son lectores o admiradores del marxismo más extremo, ya digo. Destacan, en fin, la violencia como factor expresivo y funcional: sueñan con derribar el capital y la autoridad, a imitación del ejemplo guerrillero. Y destacan la represión: Alemania y otros Estados de Derecho traspasarán el orden constitucional, defendiéndose con demostradas ilegalidades, con puniciones extremas, en un contexto de endurecimiento de la Guerra Fría.
Retrato de Vietnam como fondo.
Al final, tras aquella violencia –con cócteles Molotov, con dinamita y con escopetas de cañones recortados– quedan sólo las muertes ocasionadas o padecidas y un logo: una Estrella Roja y, sobrepuestos, un Subfusil MP5 y el acrónimo de la banda.
De Andreas y Ulrike no queda nada más. Sólo un sobrecogimiento.