El Manifiesto futurista, de Filippo Tommasso Marinetti (1876-1944) se publicó en Le Figaro el 20 de febrero de 1909. ¿Qué tiene que ver con nosotros? Formado como un hombre de leyes, Marinetti se consideró, sin embargo, un creador, alguien dotado para el empeño estético. Fue el suyo el riesgo de la poesía, un acto de fundación y de impugnación de lo real, antiburgués y vanguardista: un movimiento moderno (admirador del progreso técnico) y a la vez bárbaro (agresivo).
Desde 1919, su adhesión al fascismo es estrecha. Su más célebre contribución a la cultura fascista será ese temprano Manifiesto, un texto fundamental del siglo XX. Allí se recogen algunas de las audacias a que se creyeron convocados los futuros fascistas y allí se resumen algunas de las catástrofes estéticas y éticas de la pasada centuria.
Nace ese texto en un momento de conciencia decadente, tras la Europa finisecular que se juzga sumida en un declive. Nace en el momento mismo de las vanguardias, cuando la provocación eufórica y aristocrática, y el repudio de lo burgués y de lo plebeyo son actitudes intelectuales.
En su letra está el tópico de la decadencia, pero está también el vértigo de la velocidad. El progreso no puede frenarse: se expresa sin trabas con la tecnología que avanza. Los hombres del futuro no se arredran.
Queremos cantar el amor al peligro, dice Marinetti. Queremos habituarnos a la energía y a la temeridad, añade. Esa forma de vivir peligrosamente es coraje, audacia, que es un modo de existir y es a la vez una manera de hacer poesía.
Durante mucho tiempo —dice el Manifiesto—, la literatura se ha conformado con el sedentarismo creativo, aquel que produce pensamientos inmóviles. Ahora, por el contrario, debemos exaltar el movimiento agresivo y viril, la fiebre de quien no se resigna, la carrera, el puñetazo.
El futurismo es, además, algo artificial, producido por la máquina, algo que es hermoso en sí mismo. Por eso, como tantas veces se ha repetido parafraseando a Marinetti: un coche de carreras que ruge con su motor de explosión es bello, “más bello que la Victoria de Samotracia”.
El conductor que pilota su automóvil, que guía enérgicamente su volante, es la metáfora misma de la existencia y de la naturaleza, pues ese piloto es como un asta que atraviesa la Tierra, lanzada ella misma a una carrera orbital. Por esto, el poeta es algo así como el aeronauta que corre sin miedo, con esplendidez.
Al fin y al cabo, la obra bella no es un producto involuntario o estático, sino fruto de la energía agresiva de quien compone y rehace por encima de los obstáculos. Por ello, lo más poético es la violencia de quien se enfrenta a lo desconocido. Pero esto no se dice en abstracto, sino en un siglo de avance, en una época que a la vez derriba los límites del tiempo y del espacio, una etapa que vive con el vértigo de la velocidad.
Es por eso por lo que la guerra es la máxima expresión de ese brío, un arresto masculino que desprecia todo utilitarismo, toda blandura femenina, el sedentarismo de los museos, un patrimonio que ahora nos arrancamos de cuajo. Es ésta una energía que no es la del individuo temerario, sino la de las masas agitadas por el trabajo y el placer, ejemplo máximo de esa energía: los arsenales y las canteras, las fábricas humeantes, los puentes que se estiran como gimnastas, las locomotoras de acero, los aeroplanos. Es ésta, en fin, una proclama italiana y mundial, que expresa y exalta la violencia arrolladora, la que debe extirpar esta “fetida cancrena di professori, d’archeologi, di ciceroni e d’antiquari”.
Uf, leo lo anterior, una cita del Manifiesto, y me conmuevo e impresiono: aún pertenezco a esa gangrena de profesores e investigadores que se ocupan del pasado, de lo antiguo, de lo que se acumula en los museos y de lo que se pudre en los osarios de la historia.
Frente a los viejos –dice el futurismo, dirá el fascismo– están esos jóvenes que no temen el riesgo y que aman la rapidez, que se enardecen con la máquina y que quieren hacer compatibles la velocidad, la violencia y la creación.
Yo, no.