Hace años leí la biografía que Paul Preston dedicó a Santiago Carrillo (1915-2012). El autor demostró gran esfuerzo documental. El resultado era y es un relato apasionante y a la vez desequilibrado: al leerlo aprendes mucho de lo que fueron sus primeros años de formación y ejecutoria; aprendes mucho de su edad adulta, cuando ya es miembro destacado de la Internacional y máximo dirigente del Partido Comunista de España. Ahora bien, con la biografía de Preston no aprendes gran cosa de la vida íntima del personaje. El propio historiador lo advertía al inicio de su obra: “aquí [en este libro] hay poco sobre la vida personal de Carrillo”. “Parece que vida personal se permitía poca”, admitía el biógrafo.
La de Preston es una biografía política: fría, árida y al tiempo entretenida. Parece como si los políticos de aquella generación hubieran carecido de familia, de sentimientos, de amor, de pudor. A Carrillo lo vemos como un tipo cerebral, calculador, sin alma. Desde luego alma no tenía. Se había ganado el Infierno por su ateísmo, cosa que yo aún admiro. Me refiero al ateísmo.
En los años treinta y después, los revolucionarios profesionales están dispuestos a entregar sus vidas a la causa, con una generosidad o una entrega o un fanatismo preocupantes. Por eso carecen de vida privada. Pero Carrillo no era un revolucionario. Era un político profesional.
Durante buena parte de su vida será hombre de aparato, dirigente, secretario general. Es decir, alguien que roba todo el tiempo a la intimidad para entregarlo a su ambición rectora. Al quedar deslumbrado por el experimento soviético se convertirá bien pronto en un estalinista valeroso.
Carrillo tenía, indica Preston, sobradas habilidades: “capacidad de trabajo, ímpetu y aguante, destreza en la oratoria y escritura, inteligencia y astucia. Por desgracia, quedará igualmente claro que la honestidad y la lealtad no figuraban entre ellas”, concluye con dureza.
Según el diagnóstico de Preston, Carrillo será admirable y temible al mismo tiempo, un tipo sagaz y capaz de emprender las acciones más dignas o las actividades más canallas y calamitosas sin valorar las pérdidas que ocasionaba. Demostrará gran obstinación. De joven estudiar ingeniería es su meta, aunque eso está fuera de su alcance. De esa carencia le quedará el afán, el afán de enderezar lo torcido, de angular lo real. Pero Carrillo no será de una pieza. Tendrá, sí, distintas vidas o máscaras.
Tenemos al joven socialista, autodidacta y sectario, un muchacho con graves responsabilidades durante la Guerra Civil, un joven comunista con fidelidad absoluta a la URSS. Tenemos al miembro ya adulto del Aparato, aquel que maniobra en la oscuridad, en pugna con sus conmilitones, para así hacerse con la dirección del Partido Comunista de España.
Tenemos al ambicioso dirigente que desplaza a Dolores Ibárruri, el varón que a cambio facilitará la canonización comunista de Pasionaria. Tenemos al dirigente prosoviético al que le cabía España en la cabeza, una España de fantasía que no conseguirán corregir o enmendar Fernando Claudín o Jorge Semprún, intelectuales y camaradas expulsados por tener “cabezas de chorlito”.
Tenemos al político sensato, habilidoso, que divisa un futuro sin revolución armada, un aperturista que vislumbra la necesidad de negociar con los restos del franquismo: con los propios aperturistas del Régimen. Tenemos al famoso eurocomunista europeo, un Carrillo responsable, negociador, que consigue la legalización del PCE tras la muerte de Franco.
Tenemos al comunista desplazado, desorientado, que ve declinar su fuerza, absorto ante el curso de un mundo que no entiende. Tenemos al héroe del Congreso, del 23-F, sentado, erguido y fumando: sin humillarse ante los golpistas, los militares felones.
Tenemos al dirigente que lamina su partido, que excluye y expulsa a los jóvenes, a los mejores, a los renovadores, para acabar él mismo fuera, ajeno, perdido. Tenemos al Carrillo abuelo, anciano parlanchín, esfinge sin secreto, fumador compulsivo, juicioso y guasón.
De su vida privada, en efecto, no sabemos nada. Se hará una coraza o varias máscaras, se volverá arquetipo, se rodeará de una pequeña corte de admiradores y de una legión de detractores, toda una demografía. Y sobre todo se hará un pasado muchas veces reelaborado, reformado, revivido en sus libros de memorias, por momentos, inverosímiles.
Tras leerlos es difícil averiguar gran cosa.
Qué personaje. Yo no sé nada.
Él lo fue todo.