Natalia Ginzburg (1916-1991) fue una novelista de finísima sensibilidad y de muchas capacidades. Una página suya es arte mayor, con toques de jovialidad, de fatalismo y de socarronería. Una sola página basta para descubrir su tono, siempre irónico, enérgico, femenino. Demasiados adjetivos, ya lo sé, pero cada una de esas palabras quiere captar una obra que no nos ha abandonado. Ni en vida ni después de su traspaso, la escritora permanece instalada en el pasado. Lo pretérito regresa. Regresa al presente de sus novelas, de sus relatos y de sus ensayos no como dato inerte, sino como fluido vital.
Creo haber leído sus obras mayores, entre las que destacan Léxico familiar (1963) o Querido Miguel (1973). Pero siempre prefiero una página, unos breves párrafos, incluso relatos cortísimos que en los que Natalia Ginzburg arroja luz. Entre esos escritos hay un apunte suyo que titula Mi psicoanálisis. Desde que lo leí por primera vez me deslumbró y siempre que puedo lo cito. Mi psicoanálisis es un ensayo bajo la forma de relato terapéutico. Lo publica en 1969. Como casi todos los suyos, es análisis y autoanálisis: atención y compasión. E ironía, una sutil lección.
Es en Roma, en la posguerra, cuando acude puntualmente a la consulta de un terapeuta, el Dr. B. “El doctor B. era un anciano alto, coronado de rizos plateados un pequeño bigote gris, hombros altos y un poco estrechos. Llevaba siempre camisas inmaculadas, con el cuello abierto. Tenía una sonrisa irónica, y acento alemán”.
Natalia Ginzburg padece malestar y siente en falta. Le salen las cosas bien: en los años cincuenta es ya una escritora de mucha determinación, pero se siente culpable. El pasado la acecha y en el presente se ve acosada por fantasmas arrogantes, por colegas envidiosos y por varones miserables.
¿Para qué acude Natalia a su psicoanalista? Pues eso: para observarse y relatarse, para aliviarse, para sacudirse la mezquindad, para averiguar su fondo, el fondo oscuro del alma, que decía Robert Musil. Y para sopesar a los demás con realismo, dureza o compasión (según toque). Para no volcar demasiadas expectativas, para no agredir o agredirse gratuitamente. Pero también para no humillar la cerviz, la propia cerviz. El diálogo y no sólo la terapia ayudan a mejorar ese estado. Si hablas con tus peores fantasmas, si sabes quiénes son, conseguirás enfrentarlos.
La persona no tiene otra manera de quererse si no es administrándose humor, socarronería, admitiendo su mortalidad. Cuando hablas, cuando dialogas, entonces debates y expones ante quien te escucha y también ante tus propios espectros. Y enfrentas las habladurías que de ti dicen, las especies que los malintencionados hacen circular. Puede ser muy terapéutico, pues. Puede ser, sí, una saludable exposición. Corren bulos, se dicen cosas probablemente inciertas, se pierden energías que deben ser aprovechables cooperativamente, admite.
El autoanálisis nunca acaba, pero el diálogo sí. Un día, la escritora dejará de ir a su psicoanalista. Abruptamente. Marcha a Turín, incluso contra la opinión del terapeuta.
Nunca lo olvidará. Como tampoco abandonará su propio examen. La persona que consuma la terapia sale vigorosa. Pero sale a medias. Comprueba qué triste e inevitablemente humano es incurrir en los mismos vicios, en las mismas repeticiones. Llega un punto en que el placer que te procuran tus pequeños logros no te satisfacen y es entonces, otra vez, cuando la decepción se sobrelleva, añade.
Pasará el tiempo y, tras distintas vicisitudes biográficas y familiares, Natalia Ginzburg volverá a residir en Roma. Como en su momento había acabado precipitadamente el análisis, un día decide visitar a su antiguo terapeuta para saludarlo. Sólo para saludarlo.
Pero lo irá dejando: Natalia se irá liando con la literatura, con la política y, como quien no quiere la cosa, transcurren los meses. Quiere hablar con su viejo psicoanalista. Quiere charlar otra vez. Quiere debatir viejas posiciones con el terapeuta. Quiere, en fin, rematar cosas pendientes o atar cabos. Le tenía simpatía y antipatía. Le tenía ganas… Incluso ojeriza.
No podrá ser pues, para cuando decide acudir, el Dr. B. ya ha muerto.
Fundido a negro.
Los buenos varones desaparecen, añade Ginzburg, van perdiéndose. Los miserables todavía perduran. Pero Natalia sigue aquí. O allí, en el más allá, en donde ambos tendrán una conversación franca, “quizá alegre, tranquila y perfecta”.